Esta es una traducción libre del artículoThe Truth Matters and Secular Humanists Should Defend It, por Robyn Blumner —presidente y directora ejecutiva del Center for Inquiry (CFI), y directora ejecutiva de la Fundación Richard Dawkins para la Razón y la Ciencia—. El artículo fue publicado como la pieza editorial del volumen 43 No 1, Edición de diciembre 2022/enero 2023 de la revista Free Inquiry del CFI.
No hay nada más esencial para el humanismo secular que la verdad. Los humanistas seculares son las personas que miraron miles de años de revelación supuestamente recibida de una autoridad y dijeron: “Ya, lo siento, pero no“. Necesitamos algo más que libros antiguos y la aceptación casi universal de todos los demás para convencernos de que lo sobrenatural es real. Necesitamos evidencia empírica.
Y cuando no hubo ninguna, sacamos las conclusiones necesarias.
Eso significa que la verdad nos importa. Nos importa más que ser aceptados por el segmento más amplio de la sociedad impregnado de fe. Nos importa más que nuestra reputación de no ser íntegros ni morales (una calumnia inmerecida contra nosotros, por supuesto). Nos importa más que nuestra consideración en la comunidad. Y para algunos, importa más que mantener las relaciones familiares.
Pero la verdad está bajo un ataque sostenido en este momento, y los humanistas seculares tienen que defenderla, incluso cuando es difícil.
Fue relativamente fácil para la mayoría de nosotros condenar los desplantes alérgicos a la verdad del expresidente Donald Trump. Sus mentiras eran tan transparentes y prodigiosas que cualquier persona ajena al universo MAGA podía verlas fácilmente. Muchos de nosotros retrocedimos colectivamente ante las distorsiones de la realidad que él tejía y cómo sus seguidores las tragaban con un fervor religioso.
Hay muchos ejemplos de cómo la derecha estadounidense es un peligro para las instituciones y los criterios de búsqueda de la verdad. No es en eso en lo que me quiero centrar.
Porque también hay una matanza de la verdad en los círculos progresistas, generalmente en nombre de la justicia social. Y debido a que muchos humanistas seculares se inclinan hacia el progresismo, es aquí donde tenemos que hacer brillar una luz y, francamente, detener la locura.
Recomiendo a todo el mundo el estupendo blog de Jerry Coyne, Why Evolution Is True (https://whyevolutionistrue.com/), al que pueden suscribirse gratuitamente. Profesor emérito de biología en la Universidad de Chicago y un progresista clásico, Coyne ha seguido de cerca los excesos y el antiliberalismo de la izquierda woke.
No hay un ejemplo más claro que las formas en que la ciencia ha sido retorcida para ajustarse a una agenda de justicia social.
Coyne describe la controversia en Nueva Zelanda, donde se está llevando a cabo un esfuerzo oficial del gobierno para equiparar el sistema de saberes indígena maorí llamado “Matauranga” con los métodos científicos de la ciencia occidental convencional y que esta forma diferente de conocimiento se enseñe en las clases de ciencia.
Un horrorizado colega de biología de Coyne en Nueva Zelanda describió algunas de las historias de los dioses del Matauranga: “Se dice que Tane, el dios del bosque, es el creador de los humanos y de todas las plantas y criaturas del bosque. La lluvia se produce cuando la diosa Papatuanuku derrama lágrimas”.
El Matauranga contiene algunos conocimientos prácticos, pero gran parte de su “ciencia” está cargada de supersticiones, cuentos y mitos.
Un paralelismo obvio es la enseñanza del creacionismo en las clases de ciencias en Estados Unidos, que los humanistas denuncian razonablemente como la inyección de religión en una asignatura laica. Como afirmó sin rodeos Richard Dawkins en un tweet sobre el tema: “Un caso igualmente absurdo es el de enseñar ‘formas de conocimiento’ vikingas en las clases de ciencia en Noruega, ‘formas de conocimiento’ druidas en las clases de ciencia de Gran Bretaña… ‘formas de conocimiento’ navajo, kikuyu, yanomamo, etc. Todos diferentes. Las verdades sobre el universo no dependen del país en el que te encuentres“.
La verdad debe tener un valor más alto para los humanistas seculares que acceder a las exigencias de equidad de un grupo minoritario, por más que simpaticemos con ellos.
Una de las principales ciencias asediadas por la policía de la justicia social —aquellos que buscan imponer su propia visión de la justicia social a expensas de la libre investigación y la búsqueda abierta de la verdad— es la genética del comportamiento. Es un campo que no podría ser más tenso. Cualquier científico que decida entrar en él se arriesga a ser llamado eugenista o racista.
El excelente libro de Kathryn Paige HardenThe Genetic Lottery: Why DNA Matters for Social Equality (La lotería genética: por qué el ADN es importante para la igualdad social) presenta un argumento progresista de por qué deberíamos aceptar lo que demuestran los datos, que es que una compleja interacción de genes desempeña un papel en el desarrollo personal, los logros educativos y, en última instancia, en los resultados de la vida. La profesora de psicología de la Universidad de Texas en Austin estudió la enorme cantidad de datos disponibles para sacar conclusiones bien fundamentadas que ayuden a explicar cómo los genes pueden agravar la desigualdad social entre los individuos. Ella no estudió las diferencias entre grupos raciales o étnicos, pero eso no ha impedido que los críticos traten de desacreditarla y sugieran que todo el campo de estudio es una empresa subversivamente racista.
Luego está el tema actual más radiactivo de todos: ¿Qué intervenciones médicas son adecuadas para los menores que puedan sufrir disforia de género? Se trata de una cuestión médica con inmensas consecuencias, y la respuesta correcta puede depender de una serie de factores individualizados, lo que convierte esta cuestión tan politizada en un atolladero médico.
La política se ha colado de forma vergonzosa, como la orden del gobernador de Texas, Greg Abbott, de enviar investigadores estatales a inspeccionar los hogares donde los menores reciben tratamiento médico de afirmación de género, equiparándolo con el abuso infantil. Como si estas familias no se enfrentaran ya a suficientes desafíos.
Pero la izquierda política también se ha adelantado a la ciencia en formas que podrían ser gravemente perjudiciales para los niños. Por ejemplo, James Esseks, director del Proyecto LGBTQ y VIH de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), promueve los bloqueadores de pubertad para los niños como una forma hormonal de pausar la pubertad mientras el menor va adquiriendo claridad sobre su condición. Él califica la intervención de “completamente segura y totalmente reversible”.
Desgraciadamente, esa no es una afirmación científicamente sustentada. El Servicio Nacional de Salud (NHS) del Reino Unido dice que no hay datos suficientes para llegar a esa conclusión. La página web del NHS sobre el tratamiento de la disforia de género dice que “se sabe poco” de los efectos secundarios a largo plazo de los bloqueadores de pubertad y que “no se sabe” si los bloqueadores de pubertad “afectan al desarrollo del cerebro de los adolescentes o el de los huesos de los niños”.
Se han planteado cuestiones legítimas no sólo sobre la edad adecuada de las intervenciones médicas, sino también sobre si las jóvenes corren el riesgo de verse indebidamente influidas por la presión social para reivindicar su condición de transgénero. Esto no es un gran problema si sólo hablamos de pronombres, pero sí lo es una vez que se recurre a la ciencia médica. Las estadísticas del Reino Unido indican que el 70 por ciento de los que quieren hacer la transición en la última década son chicas que quieren convertirse en chicos, lo que es significativamente diferente del pasado, cuando por amplia diferencia los hombres querían hacer la transición a mujeres.
Estas cuestiones pretenden llegar a la verdad. Sin embargo, basta con plantearlas para provocar la ira de la izquierda política y conseguir que te tachen de transfóbico.
Una columna reciente del psicólogo social Jonathan Haidt, cofundador de la Heterodox Academy, dice que ya en 2016 él advertía que “el conflicto entre la verdad y la justicia social probablemente se vuelva inmanejable”. Pues bien, ese momento ha llegado.
Haidt renuncia a la Sociedad de Personalidad y Psicología Social (SPSP) por una nueva norma. Ahora, para presentar un trabajo de investigación en la conferencia anual de la SPSP, ya no basta con demostrar haber hecho buena ciencia. Además, uno tiene que promover “los objetivos de equidad, inclusión y antirracismo de la SPSP”.
Haidt no se opone a los objetivos antirracistas de la SPSP. Pero obligar a cada ponente a demostrar que su trabajo promueve ese objetivo inevitablemente distorsionará la ciencia. Los psicólogos sociales pueden verse ahora obligados a falsear sus resultados para que su investigación se ajuste a este requisito, incluso si su investigación simplemente no tiene nada que ver con el tema o, lo que es más preocupante, saca conclusiones que la policía de la justicia social encontraría insostenibles.
Por último, insto a todos los humanistas seculares a que lean el importante libro de Jonathan RauchThe Constitution of Knowledge: A Defense of Truth (La constitución del conocimiento: una defensa de la verdad). En términos claros, Rauch explica los peligros que supone para nuestro orden social el abandono no sólo de la verdad sino de las reglas objetivas que utilizamos para comprobar si una afirmación es válida.
No podemos tener reglas diferentes basadas en el color de la piel, el género o la afiliación política del interlocutor. Nadie tiene más derecho a la verdad por su identidad de grupo. “Quién eres no cuenta”, dice Rauch, “las reglas se aplican a todos, y las personas son intercambiables”.
“Cualquiera que intente cerrar la investigación o el debate, o cualquiera que intente predeterminar el resultado de una investigación o un debate, se está apartando por definición del proceso de la creación de conocimiento”, escribe Rauch.
Este es un mensaje directo a la policía de la justicia social para que deje de cancelar a las personas que tienen la audacia de desafiar el último evangelio progresista. Porque ahogar la disidencia daña los fundamentos esenciales de una comunidad basada en la realidad. Estas acciones, por muy buenas que sean las intenciones, están ayudando a desmantelar el mundo basado en el conocimiento. El mundo que los humanistas seculares están comprometidos a apoyar y proteger, y lo más importante, el mundo que necesitamos para que todos sigamos prosperando.