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Carlos, el Rey de la Pifia

Con la muerte de la Reina Isabel II, su hijo Carlos ha pasado a ocupar el trono como Rey Carlos III.


La que sigue es una traducción libre del artículo Charles, Prince of Piffle, por Christopher Hitchens — el artículo fue publicado en Slate el 14 de Junio de 2010, tras un discurso de Carlos, cuando era Príncipe de Gales, en Oxford. A pesar de que fue publicado hace más de 10 años, el artículo conserva intacta su vigencia, puesto que el entonces príncipe y ahora rey Carlos sigue siendo el mismo.


Esto es lo que se consigue cuando se funda un sistema político sobre los valores familiares de Enrique VIII. En un momento en un futuro no muy lejano, el robusto corazón de la reina Isabel II dejará de latir. En ese preciso momento, su primogénito se convertirá en jefe de Estado, jefe de las fuerzas armadas y jefe de la Iglesia de Inglaterra. En términos estrictamente constitucionales, esto no debería importar mucho. La monarquía inglesa, como se ha dicho, reina pero no gobierna. Desde el punto de vista estético importará un poco, porque el panorama de un hombre taciturno con orejas de murciélago y sin mentón, prematuramente envejecido y con el más atroz de los gustos en cuanto a consortes reales, es claramente una desmejora. Y un rey tiene la capacidad de alterar la atmósfera y afectar la forma en que se discuten asuntos importantes. (La propia reina lo demostró de forma sutil, al dejar entrever que había aspectos de la política exterior de Margaret Thatcher que no veía con indiferencia).

Así que el discurso pronunciado por el Príncipe Carlos en Oxford la semana pasada podría merecer un poco de atención. Discutiendo uno de sus temas favoritos, el “medio ambiente”, él anunció que el principal problema surgía de una “profunda crisis interior del alma” y que el “desaliento” de la humanidad se remontaba probablemente a Galileo. En su opinión, el materialismo y el consumismo representaban un desequilibrio, “en el que predomina el pensamiento mecanicista”, y que “se remonta al menos a la afirmación de Galileo de que no hay nada en la naturaleza más que cantidad y movimiento”. Él describió la cosmovisión científica como una afrenta a todas las “tradiciones sagradas” del mundo. Y luego, el clímax:

Como resultado, se ha objetificado a la Naturaleza por completo —se ha convertido en un objeto—, y estamos persuadidos de concentrarnos en el aspecto material de la realidad que encaja dentro del esquema de Galileo.

Sabemos desde hace mucho tiempo que las velas vacías del príncipe Carlos están tan amañadas que se inflan con cualquier ráfaga o brisa de chifladura y cursilería. Cayó en la trampa del falso antropólogo Laurens van der Post. Se dejó seducir por los encantos de la medicina homeopática. Se ha informado de forma creíble que él dice que las plantas se comportan mejor si se les habla de forma tranquilizadora y alentadora. Pero esta última salida le hace pasar de defensor de tonterías inofensivas a tonterías definitivamente siniestras.

Tenemos una enorme deuda con Galileo por habernos emancipado a todos de la estúpida creencia en un sistema centrado en la Tierra o en el hombre (y menos aún en Dios). Él nos enseñó, literalmente, cuál era nuestro lugar y nos permitió realizar extraordinarios avances en el conocimiento. Ninguna de estas empresas liberadoras ha requerido ningún tipo de suposición sobre un alma. Esa creencia es, en el mejor de los casos, opcional. (Por cierto, la naturaleza no está más o menos “objetificada” si le damos un pronombre de género o uno neutro. El mero hecho de llamarla Mamá no alterará, por desgracia, este hecho tan relevante).

En la controversia que siguió a las declaraciones del príncipe, su más acérrimo defensor fue el profesor John Taylor, un académico en cuyo trabajo reparé por última vez cuando reseñó positivamente las capacidades psicoquinéticas (o lo que sea) del prestidigitador y estafador israelí Uri Geller. El heredero al trono parece poseer la capacidad de rodearse —¿quizás por alguna misteriosa fuerza ultramagnética?— de todos los dobladores de cucharas de cara regordeta, aplana-arbustos y adivinadores del agua que estén a su alcance.

Nada de esto podría importar mucho, hasta que uno se da cuenta del lugar en el que Carlos pronunció su fárrago de tonterías. Este fue desatado sobre una audiencia en el Centro de Estudios Islámicos de la Universidad de Oxford, una institución de la que él es mecenas. Tampoco es su única incursión en la islamofilia. Junto con la familia real saudí, él apoyó la mezquita del norte de Londres que actuó como anfitriona e incubadora de Richard “bomba de zapato” Reid, el manos de gancho Abu Hamza al-Masri, y varios otros clientes desagradables. La descripción oficial del trabajo del príncipe como rey será la de “defensor de la fe”, lo que actualmente significa el absurdo financiado por el Estado de la Iglesia Anglicana, pero él ha dicho más de una vez públicamente que quiere ser ungido como defensor de todas las religiones — otra indicación de la asombrosa fatuidad que ha desarrollado en seis décadas de desempeñar el único trabajo que le permite el principio hereditario: el de esperar a que su madre expire.

Un jefe de Estado hereditario, como expresó Thomas Paine con tanta agudeza, es una propuesta tan absurda como un médico hereditario o un astrónomo hereditario. A este absurdo innato, el Príncipe Carlos se las arregla para aportar fatuidades que son totalmente suyas. Y, mientras se abría paso a través de su lúgubre fajo de balbuceos, debe haber habido algunas sonrisas lobunas entre su audiencia musulmana. Cito un documento reciente publicado por el Foro Islámico de Europa, un grupo dedicado a la restauración del califato islámico y a la imposición de la sharía, que ha sido muy activo en las mezquitas de Londres y en la infiltración de los partidos políticos locales. “El trabajo principal” en el establecimiento de un futuro imperio musulmán, anuncia, “está en Europa, porque a pesar de todo el furor por sus logros, es este continente el que tiene un vacío moral y espiritual”.

Así que a esto se dirige toda la insípida charla sobre el “alma” del universo. Una vez desacreditados los principios de la razón y la ciencia, el mundo no pasará a manos de herbívoros crédulos que mantienen cristales a su lado y se desmayan con los poemas de Khalil Gibran. El “vacío” será invadido, en cambio, por decididos fundamentalistas de todo pelaje que ya conocen la verdad por medio de la revelación y que buscan efectivamente un poder real y serio en el aquí y ahora. Uno piensa en la meticulosa labor de disipación de fantasías de los científicos británicos, desde Isaac Newton hasta Joseph Priestley, pasando por Charles Darwin, Ernest Rutherford, Alan Turing y Francis Crick, gran parte de la cual se construyó sobre los hombros de Galileo y Copérnico, sólo para verla calumniada casualmente por un debilucho moral e intelectual de la usurpadora Casa de Hannover. A los británicos les espera una terrible vergüenza si no se declaran a favor de una república basada en leyes y principios verificables, tanto políticos como científicos.

(imagen: Wikipedia)

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Publicado en De Avanzada por David Osorio | ¿Te ha gustado este post? Síguenos o apóyanos en Patreon para no perderte las próximas publicaciones

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