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Fabio Zuleta y el costo de la dote wayú

Los colombianitos andan otra vez indignados ⁠— esta vez porque el locutor radial Fabio Zuleta se atrevió a preguntar si en la tribu indígena wayú todavía venden mujeres. Zuleta estaba conversando con el palabrero wayú Roberto Barroso, quien confirmó que todavía se vendían y dijo que a Zuleta le harían una rebaja por ser cercano a la comunidad.

En la entrevista, Zuleta y Barroso hacen comentarios aún más grotescos y de pésimo gusto:

¡Y se hizo la indignación! Zuleta fue forzado a disculparse, y salió con que esto había sido hecho como humor. Si alguien le encuentra lo humorístico que por favor me lo explique, porque yo no lo veo.

La inadecuada respuesta institucional

Por supuesto, la indignación que le extrajo una disculpa insincera a Zuleta fue por los motivos equivocados — él se disculpó para calmar a la turba tuitera, y no porque estuviera arrepentido. Lo que es aún más grave, es que allá donde el Estado debió haber abierto investigaciones para determinar si es cierto que todavía existe trata de mujeres en la Guajira, la reacción del Gobierno fue también apuntarle a apaciguar las turbas indignadas en redes sociales.

El Ministerio del Interior rechazó que Zuleta y el palabrero wayú “sacaran de contexto” a la población y la cultura wayú. Aunque las demás respuestas también dejaron mucho que desear, esta es especialmente risible en vista de que Roberto Barroso no es cualquier wayú, sino un palabrero, es una posición de alta jerarquía encargada de la administración de justicia entre las comunidades. Guardando las proporciones, un palabrero wayú es algo así como un Magistrado. Siempre que un extranjero critica la cultura wayú (ya llegaremos a eso), los defensores de la misma saltan a decir que los “arijuna” (occidentales) sacamos de contexto sus instituciones y conceptos — sin embargo, quien quiera argumentar que alguien encargado de la administración de justicia en las comunidades está sacando de contexto las prácticas wayú, va a necesitar algo más que un pobre tweet para sustentar eso, porque el arijuna aquí es el community manager del Ministerio y no el palabrero wayú.

Otras ramas del Gobierno aprovecharon el episodio para mejorar su popularidad con el infalible populismo punitivo. El oportunista Procurador General de la Nación, Fernando Carrillo, anunció que denunciaría penalmente a Zuleta, y el presidente-marioneta Iván Duque manifestó su deseo de que a Zuleta le cayera todo el peso de la ley. Sin embargo, el alarde de virtud más patético, posiblemente, haya sido el de la vicepresidente Marta Lucía Ramírez y la consejera presidencial para la equidad de la mujer, Gheidy Gallo, quienes optaron por los cargos de trata de menores… lo que es particularmente absurdo, cuando uno considera que Zuleta habló de una ‘chinita’ hipotética de 22 años — y si a pesar de esto Zuleta y Barroso son condenados, la sentencia será una confirmación de que en la Guajira todavía existe la trata de mujeres (esto no le va a gustar al Ministerio del Interior).

Y es que descifrar exactamente qué delito cometieron Zuleta y Barroso no está nada fácil. La calumnia y la injuria son los primeros candidatos, a pesar de que estos delitos se configuran cuando se cometen contra individuos particulares (y existentes). Hacer comentarios sexuales crudos, o bromas sobre la explotación sexual, será de pésimo gusto, pero estas conductas no están tipificadas como delito. La apología del delito tampoco aplica, porque el único delito cuya apología está penada en el Código Penal es la apología del genocidio. Creo que Martha Peralta Epieyú, presidente del Movimiento Indígena Social y Alternativo (Mais) tenía todo esto claro, así que su postura se ahorró todos los argumentos y directamente saltó a la excusa del momento: que las palabras de Zuleta y Barros son violencia. Sí, puro pensamiento mágico del primer orden, aunque en vista de los tiempos posmodernos que corren, posiblemente su postura sea la que más oportunidades tenga de propsperar — dentro de poco ya podremos herniar a alguien con tan solo unas cuantas palabras.

Aunque le perdí la pista, me parece haber visto que alguien más sugirió ir con el turbio tipo penal de discriminación, que sirve muy bien como ley mordaza aunque no resuelve el problema de antijuridicidad de este caso (o de ninguno, en realidad): ¿qué bien jurídico afectaron Zuleta y Barroso? Vaya uno a saber.

Mujeres y dote wayú

Aunque posiblemente, las respuestas más pueriles hayan sido las de quienes salieron a defender las prácticas wayú, los de oficio y los propios representantes wayú. De una u otra forma, todas las respuestas de este tipo repetían la misma fórmula: escudarse en el mantra de que nadie debe ofender nunca ninguna cultura (?) y que Zuleta había ofendido la wayú. Por ejemplo, tenemos la respuesta de la princesa wayú Primeria Barros Pimienta, quien acuñó el lema de que “las mujeres wayú tienen valor pero no se venden”. Claro, a una Princesa seguro que no la venden, pero puede que la experiencia vivida no sea la misma para la mujer wayú que carece de títulos nobiliarios.

Invariablemente, después de cubrir la “cultura” wayú con el manto de incuestionabilidad so pena de no ‘ofenderla’, el siguiente punto en la fórmula es defender la dote, un concepto que Zuleta y Barroso ni siquiera mencionaron. Es curioso que sin que haya sido mencionada, la estrategia por defecto del establecimiento wayú haya sido asumir su defensa automáticamente, aseverando que la dote es un concepto tan preindustrialmente complicado de entender, que nadie que no haya estado familiarizado con él toda la vida podría siquiera hacerse una remota idea de qué significa. Mejor dicho, que los arijuna estamos culturalmente impedidos para comprender una práctica wayú porque no hacemos parte de la tribu — o sea que sólo quienes se benefician de esta práctica pueden evaluar si es injusta y debe ser modificada o abolida… o lo que los arijuna conocemos como conflicto de intereses.

Así que a pesar de nuestras limitaciones culturales y malvado condicionamiento occidental, vale la pena que hagamos un esfuerzo sobrehumano y tratemos de comprender qué es la dote: la dote es un aporte, usualmente de ganado y collares de joyas, que el pretendiente y su familia le hacen a la familia de la mujer pretendida, en señal de que la propuesta de matrimonio va en serio. Si la familia de la novia acepta, el matrimonio procede. Sin dote no hay matrimonio.

Suponiendo que nuestras anteojeras sociales no pudieron impedirnos comprender el místico e incognoscible misterio de la dote wayú, es pertinente hacer algunas preguntas de seguimiento. Por ejemplo, ¿acaso no es una desigualdad palpable que siempre sea el novio quien ofrezca la dote? ¿Tienen los wayú la opción de ir a una notaría y casarse por lo civil? ¿Qué pasa con los matrimonios gay — si hay dos novios, ninguno paga la dote? ¿Y si se trata de dos novias, la pagan ambas?

Para nadie con dos dedos de frente es un secreto que aquí hay un rito de carácter transaccional: sin dote no hay matrimonio. Algunos dicen que es una inversión para garantizar que la mujer y los hijos sobrevivan una vez que el marido muera (o por si abandona el hogar), mientras que otros dicen que la dote compensa a la familia de la novia por perderla como miembro. En cualquier caso, su carácter tremendamente desigual vuelve a destacar: ¿por qué no se compensa a la familia del novio? ¿Qué ocurre si es la mujer la que muere o abandona el hogar?

Hay otros elementos de la cultura wayú que cobran relevancia aquí, como el hecho de que la poligamia está permitida en sus comunidades, y que esta práctica está extendida entre la población masculina. En español castizo y coloquial, esto significa que un hombre puede pagar varias dotes y tener matrimonios concurrentes con diferentes mujeres.

No seré yo quien se oponga a la poligamia, aunque esta no pinta bien para el concepto de la dote: ¿existen casos documentados en los que una familia haya recibido diferentes dotes por matrimonios contemporáneos de una misma mujer? Porque creo que la brigada del lema de que “las mujeres wayú tienen valor pero no se venden” va a pasar horrores tratando de conciliar esto con el hecho de que en la práctica la dote simboliza una fidelidad asimétrica y no recíproca.

Uno de los comentarios más escandalosos de Zuleta fue el de que quería encerrar a su ‘chinita’ hipotética y no dejarla salir. Esto, por supuesto, es denigrante. Sin embargo, si alguien hiciera eso, lamentablemente esta experiencia no sería novedosa en lo absoluto para su víctima. En las comunidades wayú, después de su primera menstruación las niñas son puestas en aislamiento por un período que puede ir desde algunos meses hasta varios años, preparándolas para el matrimonio e “inculcándoles los valores wayú”, para que desempeñen su rol social de “estar pendientes de la familia”; lo que en los medios ha sido descrito por los defensores de este sistema como “una sociedad matrilineal [donde] la mujer desempeña el rol más importante“.

A ver, recapitulando: en las comunidades wayú, las mujeres son confinadas durante meses para prepararlas para la vida conyugal y ser amas de casa, no se pueden casar si un hombre no ofrece una dote en ganado y joyas que sea lo suficientemente aceptable, y sus maridos pueden tener más de una esposa al mismo tiempo y haber pagado varias dotes a varias familias, y todo el mundo está bien con eso… pero alguien afirma que venden a las mujeres ¿y todos pierden la cabeza?

Por supuesto, no las venden como si uno fuera a un escaparate y buscara a la mujer en el mostrador porque la vio en un catálogo, pero la brecha sexual en la división del trabajo, los roles sociales, y el adoctrinamiento infantil están ahí — que las mujeres wayú no tengan un código de barras no significa que su valor dentro de las comunidades no esté necesariamente ligado a un rito proto-transaccional y el confinamiento al hogar.

Debe ser muy cómodo rasgarse las vestiduras por la forma como Zuleta ‘objetificó’ a una mujer hipotética, para luego hacer la vista gorda a la escasa distancia que hay entre lo que Zuleta postuló y la tenebrosa realidad de miles de mujeres wayú (las no princesas, en todo caso).

En fin, esto es Colombia, así que en vez de buscar mejorar las condiciones de la mujer wayú, desperdiciarán el dinero de los contribuyentes en perseguir jurídicamente a Zuleta por tener opiniones asquerosas y ejercer su libertad de expresión.

Tienen claras sus prioridades.

La raíz del problema

Todo este problema se podría haber evitado si la sociedad colombiana hubiera aceptado que los indígenas también son sujetos de derecho y que merecen las de por sí escasas oportunidades que tuvimos todos los demás. Pero aceptar al indígena como un igual ante la ley nunca estuvo entre los planes del constituyente primario, ni de sus representantes en la Asamblea Constituyente, ni de los magistrados de la Corte Constitucional; así que las leyes que debían ser para todos resultaron no serlo.

Allá donde un colombiano de a pie más o menos goza de las ya precarias protecciones legales, de justicia, salud, educación, vivienda digna y seguridad social por parte del Estado, nuestra población indígena fue excluida de todo esto mediante un apartheid jurídico, que le permitió a los caciques entronizarse en el poder y mantener los ‘ancestrales’ y ‘tradicionales’ aparatos de justicia, que imponen castigos degradantes e inhumanos.

En nombre de las culturas indígenas, se congelaron en el tiempo las culturas de los caciques pero seguramente no la de sus disidentes, sus súbditos, o la oposición. Pretender que los indígenas sigan en una cultura inamovible, que no cambia, lo único que hace es asegurarse que nunca salgan de la categoría de ciudadanos de segunda clase; y además es autoderrotista porque, por su naturaleza, las culturas están en constante flujo, cambian, evolucionan, y adoptan elementos de otras culturas. Así es como funcionan.

Si no se quiere perder la riqueza cultural de estas comunidades, hay que asegurarse de que la misma sea consignada en los libros de historia, en los museos, en los textos antropológicos, en las enciclopedias, en los periódicos. Lo que no es dable es que esto le siga costando sangre y años de vida a los indígenas, y luego cuando alguien expone —así sea de manera grotesca y chovinista— que hay prácticas chocantes en estas comunidades, se le venga una jauría de biempensants a intentar callarlo. Mientras todos estaban enfocados en ganar el concurso de condenar más alto los exabruptos de Zuleta, pocos repararon en los reclamos de la wayú feminista Jazmín Romero Epiayu, quien admite que la comunidad wayú tiene un serio problema de machismo y que el Estado les ha dado la espalda, precisamente con la excusa de que “ustedes tienen su propia jurisdicción”. Lo dicho: prioridades.

Así que cuando las niñas wayú puedan vivir su adolescencia sin haber sido recluidas durante años en aislamiento de preparación nupcial, ese día me indignaré cuando alguien sugiera que no pueden ejercer su libre desarrollo de la personalidad y que son vistas como parte de un proceso transaccional — hasta entonces, prefiero reservar mi indignación para las condiciones materiales en las que viven las mujeres wayú, que el Ministerio del Interior y el establecimiento wayú pretenden conservar intactas a como dé lugar.

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Publicado en De Avanzada por David Osorio | Apóyanos en Patreon

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