Esta es una traducción libre del artículo Christopher Hitchens, Anti-Identitarian, por Matt Johnson, publicado en Quillette el 12 de marzo de 2020:
El Premio Hitchens es un premio anual patrocinado por la Dennis & Victoria Ross Foundation, que lleva el nombre del fallecido polemista y ensayista Christopher Hitchens y se otorga a “un autor o periodista cuyo trabajo refleje un compromiso con la libre expresión e investigación”. George Packer fue el receptor de este año, y su discurso de aceptación examinó una extraña patología de nuestro tiempo: “Se espera que los escritores se identifiquen con una comunidad y que escriban como sus representantes”. Mientras que la comunidad “puede ser una facción política, una etnia o una sexualidad, una camarilla literaria”, el efecto es siempre el mismo: hacer cumplir ciertos dogmas; declarar en voz alta sus afiliaciones virtuosas; suprimir el pensamiento independiente.
Hitchens, al igual que Packer, fue un gran admirador de George Orwell (el primero escribió un libro en 2002 llamado Why Orwell Matters, mientras que el segundo editó dos volúmenes de ensayos de Orwell). En su ensayo de 1946 La prevención de la literatura, Orwell observó: “Para escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo”.
Hitchens pensaba sin miedo. Según Martin Amis, a él le gustaba “la batalla, la discusión, el olor a conflicto”. Por eso le dijo al editor de Dios no es bueno: cómo la religión lo envenena todo que organizara una gira de su libro que corriera por los púlpitos del sur americano en vez de quedarse confinado a las costas. Es por eso que disfrutó cada oportunidad de arremeter contra Bill y Hillary Clinton frente a audiencias progresistas. Por eso atacó a la Madre Teresa y a la Princesa Diana. Era un iconoclasta empedernido — si había una reputación hinchada que pinchar o un dogma apreciado que desinflar, lo veía como un deber y un placer hacerlo.
No es de extrañar que esta inclinación al antagonismo, junto con una habilidad retórica abrasadora, convirtiera a Hitchens en un polemista mortal. Tras su muerte en diciembre de 2011, innumerables homenajes y artículos sobre Hitchens destacaron la fuerza que tenía en el estudio y en el escenario del debate: su erudición e ingenio, su fluidez, su memoria aparentemente sobrehumana. Hitchens es inolvidable por todas estas razones, pero la gente no le echa de menos porque pudiera crear una expresión memorable o ganar una discusión en CNN — le echan de menos porque pensaba por sí mismo y se negaba a disculparse por ello. Él no quería escribir y hablar como representante de una comunidad: “Me basta con mi propia opinión”, dijo a la audiencia en un debate sobre la libertad de expresión en 2007, “y reclamo el derecho a que se defienda contra cualquier consenso, cualquier mayoría”.
“Las ideas impopulares pueden ser silenciadas, y los hechos inconvenientes mantenidos en la oscuridad, sin necesidad de ninguna prohibición oficial”, escribió Orwell en su introducción original a Animal Farm (que , irónicamente, fue suprimida). Continua: “Cualquiera que desafíe la ortodoxia prevaleciente se encuentra silenciado con sorprendente eficacia”. Aunque en la época de Orwell había mucha más censura oficial, estamos viviendo una época de autocensura generalizada y, como explica Packer, este tipo de silenciamiento es “más insidioso que el impuesto por el Estado, porque es una forma más segura de matar el impulso de pensar, lo cual requiere una mente sin restricciones”.
Vivimos en una época de ortodoxia ascendente — un fenómeno que se ha producido naturalmente a partir de una explosión de tribalismo y polarización en los últimos años. Nuestra sociedad civil se está fracturando cada vez más a lo largo de líneas identitarias — otra forma segura de matar el impulso de pensar. Ahora es bastante normal que los expertos y los políticos argumenten que la raza y el género son credenciales que califican y descalifican para la elección de los más altos cargos del país. Mientras tanto, el presidente declara abiertamente que la gente de los “países de mierda” no tienen por qué convertirse en estadounidenses — el mismo presidente que pasó años preguntándose en voz alta si Barack Obama era ciudadano de los Estados Unidos y sugiriendo que podría tener que ser expulsado de su cargo.
Hitchens detestaba los sentimientos tribales y parroquiales de cualquier tipo, por lo que quedó consternado cuando presenció el surgimiento de las identidades como catalizadores de la movilización política a finales de los Sesenta y principios de los Setenta. En sus memorias, Hitch-22, Hitchens atacó a los radicales que pensaban que “bastaba con ser miembro de un sexo o género, o de una subdivisión epidérmica, o incluso de una ‘preferencia’ erótica, para ser considerado un revolucionario”. Cuando Hitchens escuchó por primera vez la expresión “lo personal es político”, supo “como cuando pronuncian cualquier mierda siniestra, que era —el cliché posiblemente es perdonable aquí— una muy mala noticia”. Como dijo en un artículo de 2008:
Las personas que piensan con su epidermis o sus genitales o su clan son el problema, para empezar. Uno no destierra este espectro invocándolo. Si no votaría en contra de alguien sólo por motivos de “raza” o “género”, entonces del mismo modo no votaría a su favor por la misma razón.
Es fácil imaginar lo que Hitchens habría pensado de un reciente titular del New York Times que declaró que “El próximo Presidente no debe ser un hombre” o de una destacada escritora y activista que anunció que “no apoyará a los candidatos hombres blancos en las primarias demócratas”. Las personas que escriben tales cosas están pensando con su epidermis y genitales, lo que quiere decir que no están pensando en lo absoluto. No tienes que molestarte en defender los principios y posiciones de los candidatos cuando el sexo y la raza son las únicas variables relevantes.
En The Coddling of the American Mind, Jonathan Haidt y Greg Lukianoff hacen una distinción entre las políticas de identidad de “humanidad común” y las de “enemigo común”. Hitchens abrazó la primera (aunque habría argumentado que la palabra “identidad” no era necesaria). Por ejemplo, él consideraba a Bayard Rustin, uno de los principales organizadores de la Marcha en Washington, como “posiblemente el verdadero genio de los derechos civiles y los movimientos socialistas democráticos”. A diferencia de los activistas del “poder negro” como Stokely Carmichael y Malcolm X, Rustin veía los derechos civiles a través del prisma del humanismo universal en lugar de la identidad racial. Él quería trascender la idea misma de la raza como una categoría social y política relevante, y no vio cómo esto era posible si nos quedábamos paralizados por ella.
Incluso un fuerte anti-identitarianismo puede coincidir con el reconocimiento de que ciertos grupos se enfrentan a amenazas y retos únicos. La hostilidad de Hitchens a las políticas de identidades no le hizo ciego ante la injusticia racial en Estados Unidos y en todo el mundo, ni le hizo menos radical en su agitación por los derechos civiles y la igualdad racial. En una ocasión fue arrestado mientras protestaba por el apoyo del gobierno británico al régimen del apartheid en Sudáfrica y, como joven radical, participó regularmente en sentadas y otras manifestaciones por los derechos civiles. Más tarde en su vida, incluso abogó por la reparación de los afroamericanos descendientes de esclavos.
Pero, al igual que Rustin, Hitchens pensaba que el indicador más claro de la igualdad racial era la medida en que la sociedad americana podía superar por completo las divisiones raciales (de hecho, Rustin se oponía a las reparaciones y a la acción afirmativa por este motivo). Como demuestra su historia política, esto no significaba ignorar las graves injusticias e inequidades que los americanos negros siguen enfrentando. Tampoco significaba olvidar los legados de la esclavitud y la segregación. Significaba abandonar la identidad racial como motor de la movilización política y tratar a las personas como individuos en lugar de como representantes de un grupo. Por eso Hitchens defendió los argumentos de la humanidad común en favor de los derechos civiles avanzados por Rustin y Martin Luther King Jr: “Seguramente el núcleo esencial e indiscutible de la campaña de King”, escribió Hitchens, “fue la insistencia en que la pigmentación era una medida falsa… y una herencia de una época de gran ignorancia, estupidez y crueldad”.
Para alguien que describió la política como “división por definición” y que forjó una carrera a base de crearse enemigos, los principios políticos más fundamentales de Hitchens se basaban en lo que une a los seres humanos. No sólo detestaba a la gente que “piensa con su epidermis o sus genitales o su clan” — él detestaba cualquier afirmación nacionalista burda sobre quién pertenece a un país y quién no. De hecho, desconfiaba totalmente del nacionalismo.
En 2005, Hitchens escribió: “En Estados Unidos, tu internacionalismo puede y debe ser tu patriotismo”. Su actitud hacia las políticas de identidades no sólo era un reproche a los izquierdistas obsesionados con la raza, el género y la sexualidad — era un reproche a la marca de nacionalismo del “enemigo común” que ahora venden Trump y sus sustitutos. Hitchens habría odiado todo lo que representa “America First“. Más allá del grotesco espectáculo de un presidente americano apropiándose de un eslogan usado por simpatizantes fascistas durante la Segunda Guerra Mundial, en cada oportunidad disponible Trump ha convertido la xenofobia en un arma.
Trump exigió un “cierre completo y total para los musulmanes que entran a Estados Unidos” después del ataque terrorista de San Bernardino en 2015. También pidió un “registro” de los musulmanes americanos y la vigilancia de las mezquitas. Antes de las elecciones intermedias de 2018, describió incesantemente una caravana de migrantes como una “invasión” y afirmó (sin una pizca de evidencia) que “criminales y desconocidos del Medio Oriente” se dirigían a la frontera sur. Entre enero y agosto de 2019, su campaña publicó más de 2.000 anuncios en Facebook en los que se utilizaba la palabra “invasión”. Y este ha sido un tema consistente desde el principio: la primera publicidad política de Trump en 2016 anunciaba su propuesta de prohibición a los musulmanes y prometía construir un muro en la frontera sur de los Estados Unidos.
Esta es la forma más corrosiva de la política de identidades — presenta una idea estrecha e insular de la identidad americana y cuenta una historia oscura sobre todas las formas en que esa identidad está en peligro de ser profanada por extranjeros.
Cerca del final de su vida, Hitchens ya podía ver los primeros brotes del trumpismo. En un artículo particularmente clarividente, él lamentó el hecho de que “es cada vez más común escuchar acusaciones de que Obama es o bien nacido en el extranjero o bien musulmán”. Y estas insinuaciones son perfectamente emblemáticas de los dos principales temores de la vieja mayoría: que se vea sumergida por un influjo de más allá de las fronteras y que sea desafiada en sus formas y creencias tradicionales por una religión extranjera y en gran parte del Tercer Mundo”. Poco sabía Hitchens que el exponente más notorio de la teoría [de la conspiración] del “nacimiento” [de Obama] ocuparía, en pocos años, el Despacho Oval. Él continuó:
Más recientemente, en casi todos los países europeos han surgido partidos populistas que apelan al nativismo y dan rienda suelta a la idea de que la población mayoritaria se siente ahora mal acogida en su propio país. La fealdad del fundamentalismo islámico en particular ha dado energía y dirección a esos movimientos. Será sorprendente si los Estados Unidos no se enfrentan, en un futuro muy próximo, a un fenómeno similar.
Tal vez lo más sorprendente fue la rapidez con la que el fenómeno del nativismo populista salió a la superficie en los Estados Unidos. La advertencia de Hitchens fue inquietantemente profética: reconoció la conexión entre los movimientos populistas a ambos lados del Atlántico, identificó el temor latente pero generalizado de que Estados Unidos estaría “sumergido por un influjo de más allá de las fronteras” — igual podría haber usado la palabra “invasión”, y comprendió cómo se podía explotar la “fealdad del fundamentalismo islámico”. Trump vio un pico de apoyo después de que usó la tragedia de San Bernardino para avivar el miedo y el resentimiento nativista, un hecho que incluso celebró públicamente.
La competencia entre las formas de política de identidades se alimenta y se sostiene mutuamente. Cuando Trump presenta una versión esencial de la identidad americana que expresa una clara hostilidad hacia ciertos grupos de americanos, las exigencias identitarias de esos grupos se hacen aún más fuertes cuando se unen en torno a un enemigo común. Mientras tanto, cuando escritores, activistas y políticos de izquierda argumentan que algunos candidatos son demasiado blancos, masculinos, etc. para merecer apoyo o que Estados Unidos debería dejar de asegurar sus fronteras por completo, Trump puede apelar a los impulsos más paranoicos y agraviados de los estadounidenses que ya se sienten amenazados.
La política de identidades es una herramienta poderosa para los demagogos de la izquierda y la derecha porque, como dijo Hitchens en un artículo de 2008, actúa como un “grillete para el libre pensamiento”. Coacciona a las personas para que se vean a sí mismas como representantes de un grupo en vez de como individuos, y las castiga por desviarse de las ortodoxias del grupo. En Cartas a un joven disidente, Hitchens explica cómo se ve esto en la práctica: “La gente empezó a levantarse en reuniones y disertar sobre sus sentimientos, no sobre qué o cómo pensaban, y sobre lo que eran en lugar de sobre lo que habían hecho o defendido (si tal era el caso)”. Hitchens no sólo vio cómo la política de identidades podía deformar las ideas y principios de una persona — él entendió que podía reemplazarlos por completo.
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Publicado en De Avanzada por David Osorio