La semana pasada, el hacker australiano Julian Assange finalmente fue arrestado por la policía británica después de que el gobierno ecuatoriano decidió retirarle el asilo que se le había dado hace siete años. Lo que a mí me resulta incomprensible es que haya personas que salieron a la defensa de Assange, aparentemente sin tomarse la molestia de leer e informarse.
Entre los comentarios que han circulado, posiblemente el que más me molesta es el de que el arresto de Assange supone un peligro para los periodistas, la libertad de prensa y la libertad de expresión. Pero es que Assange no es un periodista, nunca lo fue.
En enero de 2010 Chelsea Manning empezó a pasarle documentos clasificados de los servidores del gobierno de EEUU a WikiLeaks y a Assange personalmente. En marzo —apenas dos meses después—, Manning se estaba arrepintiendo por lo que Assange, cambió de rol y pasó de ser un simple receptor de documentos a un agente de recuperación ilícita de los mismos:
El 8 de marzo de 2010 o alrededor de esa fecha, Assange aceptó ayudar a [Chelsea] Manning a descifrar una contraseña almacenada en los computadores del Departamento de Defensa de Estados Unidos conectados a las redes secretas de protocolo de Internet, una red del gobierno de los Estados Unidos utilizada para documentos y comunicaciones clasificados.
Assange habría hecho esto usando un nombre de usuario que no era el de Manning para cubrir las huellas virtuales de esta. En otras palabras, a Assange se le acusa de haber instruido a Manning para que hackeara al Pentágono y ofrecerle ayuda para hacerlo. Por si no han caído en cuenta, esto no es ningún tipo de trabajo periodístico, esto no lo hace ningún periodista que se respete: ni Woodward, ni Bernstein, ni Orwell, ni Fallaci se habrían siquiera planteado ayudar a sus fuentes a descifrar contraseñas para adquirir secretos de Estado.
No en vano, el exdirector de la CIA Mike Pompeo se refirió a WikiLeaks en su momento como un “servicio de inteligencia hostil no estatal a menudo asistido por actores estatales como Rusia“. No sé cuántos periodistas ejercerán su oficio de una manera que se ajuste a esta descripción del jefe de la inteligencia americana, pero ciertamente ese no es mi tipo de periodismo.
Y si lo que Assange hacía es periodismo, ciertamente lo ejercía a las patadas. Cuando Assange empezó a facilitarle cables secretos los periodistas del Guardian, estos le dijeron que los nombres de los contactos e informantes de diplomáticos americanos en zonas de conflicto y regímenes autoritarios deberían ser suprimidos, para protegerlos. La respuesta de Assange fue para que cualquier persona medianamente decente se quede helada: “Bueno, son informantes. Así que, si los matan, se lo merecen. Se lo merecen“. Los nombres fueron redactados en las notas publicadas por el Guardian, pero algunos fueron publicados por la propia WikiLeaks, cuando esta hizo un volcado público de archivos.
No sería la única vez que WikiLeaks y Assange pondrían en peligro innecesariamente vidas inocentes. Por ejemplo, los cables de Arabia Saudita contenían información médica privada de cientos de ciudadanos, en algunos casos incluso señalando el nombre, número de pasaporte y orientación sexual de personas homosexuales — que en el reino saudí es castigada con la muerte. En otra ocasión, WikiLeaks hizo pública la información de judíos viviendo Bagdad, poniéndolos efectivamente en peligro. En una visita a Minsk, un funcionario de WikiLeaks le regaló a la dictadura de Aleksandr Lukashenko una colección de cables sin redactar, poniendo en peligro a miles de disidentes y opositores bielorrusos.
Por si fuera poco, WikiLeaks, y Assange personalmente, tienen un alarmante historial de cercanía con el antisemitismo. El funcionario que le regaló los cables al régimen de Lukashenko se llama Israel Shamir, un negacionista del Holocausto y rabioso antisemita. Sus opiniones antisemitas son tan extremas que harían palidecer al terrorista de la sinagoga de Pittsburgh. Por eso no es de extrañar que cuando Assange presentó a Shamir al personal de WikiLeaks, lo hizo con un nombre falso; y no más empezar a trabajar en la organización, Shamir pidió acceso a todos los cables sobre ‘los judíos’. (Por si fuera poco, la criatura, además, ha defendido el régimen de Pol Pot — todo un dechado de virtudes, pues.)
Por supuesto, que un funcionario de WikiLeaks tenga opiniones racistas, no significa que toda la organización comparta sus delirantes puntos de vista. Sin embargo, la cosa es bien distinta cuando desde las cuentas oficiales de WikiLeaks se ha promovido el antisemitismo; que los supremacistas blancos recogieron tras el arresto de Assange para culpar —cómo no— al pueblo judío. No sé, en general lo que yo entiendo por periodismo no incluye la promoción de la intolerancia y teorías de la conspiración sobre cómo todo lo malo que ocurre en el mundo es ocasionado deliberadamente y se ajusta perfectamente al plan malévolo de toda una población.
¿Y qué hay las filtraciones de WikiLeaks — acaso no han sido un sello de transparencia, que nos ha ayudado a comprender hasta donde llega la corrupción de distintos gobiernos?
No. WikiLeaks ha compartido material sensible que ha permitido conocer algunos de los excesos del gobierno de EEUU, pero de ahí a que sean motivados por la transparencia media un trecho. En la última década, WikiLeaks se ha enfocado casi exclusivamente en atacar el establecimiento americano y socavar sus instituciones democráticas — esto apelando al sentido de justicia y transparencia de muchos de sus decentes ciudadanos.
Sin embargo, las filtraciones han estado lejos de ser objetivas o imparciales. En 2012, el brazo de propaganda estatal ruso RT le dio a Assange su propio programa; a pesar de que el australiano se puso el disfraz de demócrata, jamás criticó los excesos del gobierno ruso.
En 2016, cuando el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) hizo públicos los Panama Papers, WikiLeaks no estuvo del lado del periodismo, sino de la versión conspiranóica y, según ellos, la ICIJ había elegido publicar información para hacer quedar mal a Rusia… a pesar de que la investigación salpicó a funcionarios, políticos y gobiernos de todo el mundo.
Unos meses más tarde, cuando WikiLeaks estaba publicando los correos del Partido Demócrata —para ayudar a la candidatura de Donald Trump—, Assange se negó a publicar una batería de archivos clasificados del Ministerio del Interior de Rusia que revelaban actividades militares y de inteligencia rusa en Ucrania.
¿Cómo es que las publicaciones de WikiLeaks, exclusivamente contra EEUU, no son lo mismo que publicar información incompleta y fuera de contexto? ¿Acaso somos tan ingenuos de creer que Rusia no ha cometido violaciones a los DDHH similares y peores que las de Abu Ghraib? ¿No les da, siquiera, un poquito de curiosidad por qué sólo se filtran las atrocidades cometidas por EEUU? Cada vez más, parece que a Pompeo le asiste razón: WikiLeaks es un servicio de inteligencia hostil no estatal a menudo asistido por actores estatales.
Y no seré yo quien excuse o justifique los excesos de EEUU, pero creo que hay que ser un tipo muy especial de persona para usar esos excesos en la promoción de regímenes aún más autocráticos y totalitarios que el americano. Si no les gustan los excesos americanos —como no me gustan a mí— dudo mucho que vayan a disfrutar con los rusos o los chinos, que no es que sean regímenes movidos precisamente por la transparencia o el respeto a los DDHH.
Seamos claros: las revelaciones de WikiLeaks no fueron hechas en el vacío o en un mundo idílico, sino en un mundo ad portas de la Nueva Guerra Fría, un escenario geopolítico de suma cero, donde socavar a uno de los actores principales sin hacerle daño al otro, necesariamente resulta en ganancia para ese otro. Assange y WikiLeaks le hicieron varios favores al régimen del terror de Vladimir Putin — y si ese es el bando que han elegido, esa es su potestad, pero por lo menos tengamos la decencia de no llamarlo periodismo.
(imagen: ArcDigi)
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Publicado en De Avanzada por David Osorio