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El inexistente poder de las palabras

Uno pensaría que lanzar maldiciones, hechizos y encantamientos son prácticas que quedaron relegadas a los libros de Historia como curiosas peculiaridades de los albores del Homo sapiens que, eventualmente, comprendió que las palabras e ideas no pueden cambiar el curso de los eventos del mundo material, y desechó esas prácticas. Y uno se equivocaría.

Lamentablemente, el pensamiento mágico es más difícil de erradicar de lo que nos gustaría, y hoy parece campar a sus anchas, aunque en presentaciones mucho más digeribles para los humanos del siglo 21. Para la muestra, la popular afirmación de que “el lenguaje crea realidades” es igual de rigurosa intelectualmente a decir que vamos a lanzar un hechizo sobre nuestros enemigos, aunque una es recibida con ensordecedores aplausos, mientras la otra con estruendosas carcajadas.

¿Qué está pasando aquí? Por algún motivo, muchas personas confunden los signos lingüísticos —las palabras— con los referentes —aquello que describen esas palabras—, y asumen que pueden cambiar el referente con sólo cambiar el signo. Prácticamente, lo mismo que el vudú: creer que clavándole agujas a un muñeco se puede herir a la persona que el muñeco representa. O creer que obligarnos a todos a hablar con lenguaje ‘incluyente’ creará automáticamente una sociedad más incluyente. Una forma de pensar rudimentaria en la que las palabras dejan de ser simples convenciones para adquirir poderes mágicos. Si el lenguaje creara realidades, yo ya me habría creado una en la cual no hubiera religiones, pero ni siquiera es posible, porque el lenguaje no es prescriptivo, sino simplemente descriptivo.

Claro que eso no va a detener a quien cree que puede alterar la realidad con sólo pensarlo o expresarlo, porque el razonamiento subyacente se encuentra en muchos otros ámbitos. Por ejemplo, los creyentes religiosos que se ponen un crucifijo alrededor del cuello o cargan con la imagen del santo de sus afectos creyendo que eso les confiere en algún tipo de protección, como si los poderes de un ente sobrenatural —que ni siquiera se ha probado que exista— fueran transferidos a sus representaciones.

Similar ocurre con la ‘ley’ de la atracción: la idea de que todos tenemos un poder sobrenatural para transformar la realidad a nuestro antojo con sólo desearlo — en realidad, no es más que un perverso disfraz para la falacia del mundo justo, pues si atraemos todo lo que nos ocurre, eso significa que los únicos culpables de nuestras desgracias somos nosotros mismos. ¿El Holocausto? Se lo atrajeron los judíos. ¿Una mujer es violada? Ella lo atrajo. ¿Una persona atropellada por alguien que conducía en estado de ebriedad? Ella lo atrajo. ¿Niños africanos pasando hambre? Ellos lo atrajeron: ¡quién les manda no pensar en comida sino en hambre! ¿Las personas que fueron capturadas y esclavizadas por colonos? Ellas lo atrajeron con su pensamiento. Lo que se colige de la hipótesis del mundo justo es que si nosotros somos los causantes de todas nuestras desgracias, entonces estaríamos exentos de luchar contra la injusticia, que realmente no existiría: los que creen en el karma y epítetos alternativos para referirse a algún tipo de equilibrio cósmico, lo que realmente están sugiriendo es que cualquier anhelo y aspiración de “justicia” es un pecado contra el orden natural de las cosas, algo por lo cual ni siquiera tendríamos que preocuparnos. Peor aún es que, siguiendo este razonamiento, si queremos dejar este mundo un poco menos injusto de lo que lo encontramos, por el sólo hecho de pensar en las injusticias (para combatirlas) estaríamos invocando más desgracias. Es una receta para legitimar la injusticia.

Otra idea que parte de la base de que el mundo material puede ser modificado con sólo proferir palabras es la programación neurolingüística (PNL), según la cual, las palabras tienen un poder curativo y sanador… pero en las clínicas y hospitales todavía se contrata a profesionales de la salud y no de la palabra y, hasta la fecha, ningún Premio Nobel de Medicina le ha sido entregado a nadie por su producción literaria o habilidades oratorias. Ahh, y está lo de esa molesta evidencia: ningún estudio revisado por pares y publicado en revistas indexadas de amplia trayectoria y alto factor de impacto ha encontrado que la programación neurolingüística funcione. En lo absoluto.

No es que la evidencia en contra vaya a detener a los charlatanes motivados, ni más faltaba. Por ejemplo, uno que se la ha ganado fácil desde hace años es Masaru Emoto, quien se inventó que el pensamiento humano tiene un efecto observable directamente en la estructura molecular del agua y lo ‘sustentó’ con una metodología muy dudosa y omitiendo parte del material fotográfico de su investigación. Es casi como si aquello de controlar todos los sesgos posibles en una investigación le incomodara o algo. Las estrafalarias afirmaciones de Emoto son tan populares que se encuentran en el núcleo de la política pública de Canto al Agua del gobierno nacional de Colombia (!) con la inmodesta pretensión de ‘curar’ el agua cantándole (!!) — y conste que le llevan cantando más de media década sin que sus tonadas hayan revertido la contaminación, mucho menos proporcionado un pulso o un corazón o un sistema inmune para cuantificar en qué va la curación de los cuerpos de agua del país.

Aunque, posiblemente, quienes más filón le sacan a la peculiar noción de que a punta de palabras se puede cambiar el curso de los eventos del mundo material son quienes buscan una excusa para negarle los más elementales derechos a quienes piensan diferente — no en vano ha hecho carrera la doctrina de que las palabras pueden ser violencia, que no sólo es más falsa que patada de ballena sino que, además, dobla la apuesta por la violencia: si las palabras son violencia, es legítimo responder con violencia a las palabras. Y aparentemente, no hay un número suficiente de Sócrates, Hipatia, Theo van Gogh, Salman Rushdie o Charlie Hebdo que pueda convencer a alguien de que el dogma de que las “palabras son violencia” sólo es una patente de corso para responder con violencia a las palabras, que va a ser aprovechada por quienes ya tienen una incliniación a la agresión.

Y la gente se emplea a fondo en esto, llegando a desconocer por completo el contexto en que se usan las palabras —o imágenes, o cualquier otro tipo de convención que transmita significado—. Más temprano este año, el youtuber escocés Markus Meechan fue condenado a pagar una multa de £800 por el pseudodelito de trollear a su novia enseñándole al perro de ella a hacer el saludo nazi. (En su video original, Meechan —conocido en Internet como Count Dankula— dijo que iba a enseñarle al perro a ser lo más desagradable que se podía imaginar porque ella siempre decía que el perro era extremadamente tierno.)

El año pasado, el presentador de televisión y comediante americano Bill Maher también se vio obligado a presentar disculpas porque mientras intercambiaba comentarios chistosos con el senador de Nebraska Ben Sasse, le respondió bromeando al político “¿Yo ir a trabajar al campo? Senador, si yo soy un house nigger“, frase destinada a burlarse del racismo y de cómo los esclavistas del sur de EEUU del siglo 19 trataban mejor a los esclavos encargados de las tareas domésticas que a los encargados de trabajar el campo. Pero para la corrección política no hay contexto ni humor que valgan: Maher había blasfemado, atreviéndose a mencionar la derogatoria palabra “nigger“, y merecía una sanción.

Más amarga fue la experiencia de John Schnatter —fundador de la cadena de pizzerías Papa John’s—, quien en un ejercicio de juego de roles citó textualmente al Coronel Sanders —fundador de KFC—, con tan mala fortuna que la cita textual contenía la palabra “nigger“. Schnatter se vio obligado a renunciar a Papa John’s, y la cadena de pizzerías incluso cambió su logo para que dejara de retratarlo.

Las redes sociales se encuentran llenas de ejemplos en los que un chiste sacado de contexto le acabó la vida a alguien. El caso de Justine Sacco, quien vio su vida hecha cuadritos por parodiar la ignorante retórica supremacista blanca en menos de 140 caracteres es diciente. También le ocurrió a Charlie Hebdo: cuando criticaron la decisión de prohibir los burkinis con una portada que retrataba cómo los intolerantes se imaginaban a los musulmanes, recibieron nuevas amenazas por, supuestamente, “burlarse de los musulmanes” (!!!).

Las conexiones entre el pensamiento mágico y la censura son más que simples coincidencias, porque quien está emocionalmente comprometido con el prescriptivismo lingüístico, necesariamente se priva y busca privar a los demás del reino intelectual en el que las palabras no son lo mismo que sus referentes, cercenando a lo bestia la expresión e imaginación humanas, y el progreso que estas han tenido en los últimos 2500 años.

Y el progreso, en general. Borrar la distinción entre signo y referente es la puerta de entrada para borrar otras distinciones que le han permitido a nuestras especie superar el tribalismo. Por ejemplo, allá donde impera el pensamiento mágico, tampoco es muy clara la distinción entre las personas y las ideas, entre el argumento y quien lo esgrime. Es la política de identidades. No pocas veces se cruza uno con el matoncito intelectual que no soporta que los hombres podamos opinar sobre aborto (a pesar de que muchos hemos puesto nuestro granito de arena para garantizar este derecho). Y con deprimente frecuencia escuchamos el conteo de cuántas mujeres o afros (o cualquier otra minoría o población históricamente discriminada) se encuentra “representada” ya sea en un puesto público como las Cortes o el Congreso, lo que es más una pataleta que otra cosa, pues nadie en su sano juicio cuestionaría que una eventual presidencia de Bernie Sanders habría significado más por los derechos de las mujeres que una eventual presidencia de Candace Owens.

Sólo un chovinista se atrevería a decir que Parker Pillsbury no era feminista y lo rebajaría a un simple “aliado” del feminismo, o a desconocer que él o cualquier otro abolicionista blanco fue un pilar importante en la lucha contra el racismo. La absurda broma de llamar a una organización de derechos de las mujeres y preguntar por el hombre a cargo supone (y al parecer funciona, porque no poca gente le encuentra la gracia) que uno no puede solidarizarse con quien es diferente y desear que sus derechos sean respetados tanto como exige que se respeten los propios, que ha sido una pieza clave para doblar el arco moral del universo hacia el progreso: ampliar el círculo de solidaridad a todos nuestros congéneres sin importar qué tan diferentes sean.

A finales de agosto, los editores de poesía de la revista americana The Nation emitieron una miserable disculpa por un poema que habían publicado a principios de ese mes, en el que Anders Carlson-Wee criticaba con gran sarcasmo las jerarquías sociales. El ‘problema’, según los editores, es que Carlson-Wee es blanco y no tiene ninguna discapacidad, pero su poema, titulado How To, usaba un lenguaje “capacitista” y además tomaba prestadas expresiones típicas del dialecto callejero de las comunidades negras. Y se armó la gorda Troya. Hubo gente que se ofendió por el poema y, en una monumental muestra de analfabetismo literario y lingüístico exigieron que se retirara, lo que llevó a los editores de poesía a emitir la mencionada disculpa, sin tener en cuenta ni el contexto ni la intención del autor —que son elementos necesarios para que el lenguaje tenga significado—.

Un mapa no es el territorio, y quemar el mapa de la aldea enemiga nunca acercó a ningún ejército a la victoria. A poco que nos descuidemos, los que creen que las palabras tienen poderes terminarán quemando nuestros mapas, no sea que tendamos puentes con otras comunidades y encontremos nuestra humanidad compartida. Y usarán fuego: nada de maldiciones, hechizos, encantos o desintegrar nuestros mapas a punta de palabras.

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Publicado en De Avanzada por David Osorio

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