Posiblemente, una de las sorpresas más grandes que uno se lleva cuando se involucra en el activismo laico (al menos en Colombia), es que hay un nada despreciable número de ateos que, por diferentes motivos, se oponen al laicismo. Dejando de lado a los trolls, básicamente podemos dividir a los ateos anti-laicismo en dos categorías: unos lo son porque, de una u otra forma, siguen convencidos del privilegio religioso, la noción de que la religión merece un tratamiento especial que no se le confiere a ningún otro ámbito de la vida humana; de ellos he hablado antes, y seguramente volveré a tratarlos en el futuro.
Pero hoy quiero hablar del segundo grupo: aquellos que se han emancipado de los amigos imaginarios y se han librado de los grilletes del privilegio religioso, pero que en su desdén por la superstición organizada llevan demasiado lejos el propósito de marcar las diferencias. Los que no quieren parecerse en absolutamente nada a las iglesias, pues, y empiezan a ver parecidos en todo.
En principio, hasta resulta razonable: ¿por qué querríamos parecernos en algo a las instituciones que viven de sembrar ignorancia y cosechar miedo? Sin embargo, no vale la pena perder la perspectiva, pues aunque sea en algo hemos de parecernos a las iglesias. Vamos, que está lo más básico como el hecho de que compartimos planeta, y que por aquello de pertenecer a la misma especie, nuestras funciones fisiológicas son relativamente similares.
Y luego vienen cosas más sutiles, como reunirse con otros ateos. Todas las organizaciones de ateos celebran conferencias y reuniones, pero no es para recibir aplausos acríticamente, ni para insultar la inteligencia de los asistentes hablando sobre amigos imaginarios, ni para presentar afirmaciones delirantes como verdades absolutas. Algunos todavía no entienden por qué nos reunimos los ateos, aún cuando sobran los motivos.
Esto no ha impedido que el ocasional despistado nos diga que organizarnos para defender nuestros derechos nos convierte automáticamente en una iglesia… que es una afirmación tan disparatada como decir que las mujeres que forman organizaciones para defender sus derechos son machistas, o que las organizaciones en defensa de la población LGBTI son homofóbicas. O iglesias. Pues no: no toda organización social deviene en congregación religiosa. Hay diferentes tipos de organizaciones y razones para juntarse con personas que piensan parecido a uno.
Y está muy bien que no queramos tener círculos sociales donde las respuestas ya vienen dadas y no se pueda cuestionar a la autoridad, donde haya dogmas sagrados y condenas al ostracismo para los herejes, pero nada de eso niega que los esfuerzos organizativos nos permiten estar en una mejor posición para hacer respetar nuestros derechos y ayudan a crear un sentido de comunidad que suple en cierta medida los beneficios psicológicos que pueden llegar a ofrecer las congregaciones religiosas —y por los que algunos ateos de clóset siguen yendo sagradamente a misa todos los domingos—. De hecho, también hay un número considerable de “iglesias ateas” y similares, creadas expresamente para ofrecerle a los no-creyentes el sentido de pertenencia que las iglesias tradicionales le proporcionan a sus fieles.
Creo que llegar al punto de negarnos a facilitar tranquilidad emocional y una red de apoyo a los nuestros ya es pasarse tres pueblos con eso de no “parecerse a las iglesias”. Y el que quiera posar de macho alfa-lomo plateado-colmillo afilado que puede vivir sin formar relaciones con sus congéneres y libre del sentido gregario con el que la evolución dotó a nuestra especie, pues bien pueda; pero el postureo de anacoretas y rebeldes sin causa no nos convierte a los demás en creyentes chupacirios, ni hace que nuestros derechos empiecen a ser respetados automáticamente.
Otros tienen la peregrina idea de que los eventos en los que recaudamos fondos son otra forma (inaceptable, por supuesto) de parecerse a las iglesias. ¿Qué hay de las organizaciones de ciclistas, o de libertades civiles, o de llevarle comida a los más necesitados, o de los derechos de las personas desplazadas por la violencia? ¿También ellos se parecen a las iglesias cuando recaudan fondos — o esa acusación sólo aplica a las organizaciones que promueven que tanto ateos como creyentes seamos tratados por igual ante la ley?
Nadie ha tenido la amabilidad de explicarme cómo es que buscar los medios para financiar nuestras actividades políticas equivale al impuesto a la ignorancia que la superstición organizada cobra todos los domingos de sus crédulos seguidores. Para bien o para mal, el mundo funciona con dinero —y lo seguirá haciendo por mucho tiempo, hasta que no encontremos un medio de cambio más eficiente—, así que todo cuesta, y ser activista por el laicismo no es la excepción. Empezar a luchar por esta justa causa no viene con un fideicomiso de Richard Dawkins, ni una herencia secreta al titular, ni un fondo de jubilación; por el contrario, defender nuestros derechos y combatir la intromisión religiosa en la política pública cuesta: transporte, comida, impresiones, plan móvil, registro ante entidades públicas, compra de equipos, alquiler de instalaciones, etc.
¡Qué más quisiéramos que hacer lo correcto saliera gratis, o que incluso a uno le pagaran por ello! Pero no es así. Y tampoco es dable que los activistas nos gastemos la totalidad del sueldo en activismo. Y ahí radica toda la razón por la que en ocasiones nos vemos en la necesidad de recaudar fondos.
Supongo que si a alguien le cuesta trabajo comprender que hacer activismo no es como soplar y hacer botellas, y que quienes lo hacemos tenemos que enfrentarnos, entre muchas otras, a estas capas de cotidiana complejidad añadida, este es un indicador de que su vocación está en otra parte, pero no en la defensa organizada de la separación del Estado y las iglesias.
(imagen: Minot Air Force Base)
____
Publicado en De Avanzada por David Osorio