Con impulso que el cristianismo evangélico recibió en la victoria del NO, se han envalentonado cada vez más hasta dejar meridianamente claro que lo que les interesa —y, ténganlo por seguro que lo van a lograr— es reimponer la teocracia y obligarnos a todos a seguir los designios de su amigo imaginario.
Ante estas posturas, el columnista, abogado y activista LGBTI Mauricio Albarracín ha pretendido tender puentes con los evangélicos, y su columna de esta semana es un ejemplo de esa actitud — Albarracín pide que haya un acuerdo mínimo entre iglesias y LGBTI, que permitan un acuerdo de paz pronto y legítimo.
De la columna rescato que Albarracín reconoce que Colombia es un Estado laico y que concederles las absurdas peticiones a los cristianos evangélicos significaría romper el espíritu laico y pluralista de la Constitución (e igual lo harán).
La parte que ya no me parece tan chupiguay es donde Albarracín pide un acuerdo entre cristianos y LGBTI, porque ese acuerdo ya existe. Es la Constitución de 1991, que garantiza derechos para todos, independientemente de su sexualidad (sexo, género y orientación).
Y es algo a lo que los cristianos accedieron en su momento — y de muy buen grado, porque les quitaba el yugo religioso del catolicismo y les concedía la libertad de cultos que hoy anhelan quitarnos a todos los demás, al pretender que nuestra política pública se base en su libro de pócimas.
Así que la idea de que Albarracín (o cualquier figura visible del movimiento LGBTI) ofrezca llegar a un nuevo acuerdo con sus victimarios naturales —y quienes se encargaron, en primer lugar, de promover el odio para que la población LGBTI fuera violentada especialmente en el marco conflicto— plantea ciertos interrogantes incómodos: si los cristianos no respetan la Constitución del 91 (y esto lo dicen abiertamente), ¿de qué sirve su palabra? ¿Para qué buscar un acuerdo con quienes rompen su promesa apenas consiguen algún peso electoral importante?
Para llegar a un acuerdo es necesario que ambas partes cedan en algo. Pero, por un lado, los intolerantes nunca ceden (por eso son intolerantes). Y, por el otro lado, ¿a qué derechos estaría dispuesta a ceder la población LGBTI, en nombre de la ‘paz’? Porque para mí es claro que sus derechos son irrenunciables, así que no hay un acuerdo posible: quienes deben abandonar por completo sus pretensiones homofóbicas y discriminatorias, son los cristianos, al menos en la medida en que la política pública no debe ser envenenada con su odio; aunque pueden seguir supurándolo en sus templos.
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Publicado en De Avanzada por David Osorio