Como reacción a la victoria del fascismo en el plebiscito, la semana pasada tomó fuerza la iniciativa de exigir que se le cobren impuestos a las iglesias.
Ayer, sorpresivamente, el editorial de El Espectador fue en apoyo a esa postura, que sustentó breve aunque sustantivamente, en cuatro puntos:
Primero, la exención tributaria lo que hace, en la práctica, es que les otorga a las instituciones religiosas un beneficio financiero que no reciben otras iniciativas de origen laico. Entonces, el Estado, que se dice separado de la iglesia, termina privilegiando a los cultos. Eso significa que una persona no creyente está recibiendo un trato distinto a un creyente, única y exclusivamente por cuestión de su religión. ¿Está justificada esa discriminación?
Segundo, la exención es un privilegio que no puede asociarse con la libertad de cultos. De hecho, imponer un régimen tributario igual para organizaciones laicas y religiosas lo que garantiza es que el Estado no entre a definir qué cultos ameritan la exención y cuáles no, dando vía libre a que las personas se organicen alrededor de las creencias que deseen. Por supuesto, tampoco se trata de que mediante cargas tributarias se censure un culto, pero eso puede definirse con una regulación adecuada, no con la exención.
Tercero, la exención causa que el Estado no cobre impuestos que, de tratarse de un particular laico, sí cobraría. Esa falta de recaudo implica que los impuestos de todos los colombianos, entre los que se encuentran personas ateas y otras que no están de acuerdo con ciertas religiones, vayan a suplir ese vacío, utilizando los recursos de todos para subsidiar el privilegio de unos cuantos (que, aunque sean mayoría, no han justificado esa diferenciación).
Cuarto, cada vez más algunas iglesias se han convertido en espacios de participación política activa. Eso no es malo, pero si la organización de los cultos se va a utilizar para intervenir en los asuntos de la democracia, ¿no deberían entonces someterse a las reglas que cumplen todas las otras organizaciones con facetas políticas?
Esto implica modificar el Concordato y todos los acuerdos a los que han llegado las distintas iglesias con el Estado. En la nueva regulación debe reconocerse el valor que le aportan al país estas organizaciones a través de sus programas sociales, pero partiendo de la eliminación de la exención tributaria.
Tal vez soy injusto cuando digo que la postura es sorpresiva, pues El Espectador ya se había posicionado a favor del laicismo cuando la Corte Constitucional decidió seguir supurando privilegio católico al mantener el crucifijo en la Sala Plena — pero que El Espectador apoye editorialmente los grandes casos de laicismo todavía no se traduce en su quehacer periodístico diario (algo que una lectora les sugirió muy acertadamente la vez pasada).
Aunque el editorial es para enmarcar, yo matizaría un detalle: que algunas iglesias se hayan convertido en espacios de participación política sí es malo — la religión parte del supuesto de que hay una verdad absoluta, incuestionable, y esa postura es completamente corrosiva para la democracia, pues cualquier iniciativa democrática está condenada al fracaso si no se permite cuestionar la autoridad, exigirle que rinda cuentas, y reflexionar sobre las consecuencias y responsabilidades que conlleva emitir un voto en cualquier sentido. Así como el Estado no es lugar para la promoción religiosa, los templos (o sea, los lugares donde no hay espacio para la duda) no son espacios idóneos ni adecuados para la participación política.
La defensa del Estado laico en Colombia es un requisito indispensable para tener una democracia medianamente decente y una paz “estable y duradera”.
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Publicado en De Avanzada por David Osorio