Con motivo de la audiencia sobre la semana ‘santa’ de Popayán (Cauca) y los recrusos públicos que recibe, El Espectador recibió cartas de sus lectores que defendían el privilegio religioso. Al menos dos cartas fueron publicadas.
La primera fue firmada por alguien llamado Vicente Prieto:
Tengo un amigo que detesta la música rock, pero nunca le he oído quejarse de que sus impuestos financien conciertos en el parque Simón Bolívar. Y a otros no les gusta el fútbol, o las corridas de toros, o el arte moderno, actividades todas ellas apoyadas económicamente, al menos en parte, por el Estado. Este financia expresiones culturales de todo tipo, que no gustan a todos, y eso no significa que se sostengan actividades “que por su naturaleza marginan”. El problema puede estar en el prejuicio de considerar lo religioso como algo potencialmente conflictivo, que divide y margina, cuando en realidad puede verse sencillamente como lo que es: un elemento esencial en la cultura de los pueblos que, como tal, tiene manifestaciones sociales y públicas. Muchas de ellas con una historia de siglos, hasta el punto de definir la identidad de una ciudad.
Que el amigo de Prieto odie el rock es problema suyo. Afortunadamente para él, el rock no afirma tener la verdad absoluta, no exige la obediencia absoluta, no castiga la duda, no exige la creencia sin evidencias, ni divide a la humanidad entre justos y pecadores, ni tiene miles de millones de muertos en su haber, por lo que el patrocinio público de conciertos de rock es relativamente inocuo. No puede decirse lo mismo de la religión.
Por eso los precursores de la Ilustración entendieron que la única forma de garantizar la civilización era mediante la más estricta separación entre el Estado y las iglesias. ¿Que Prieto no ve lo religioso de esa manera? Bien por él, eso no quita que se le esté haciendo promoción a la Iglesia Católica, que es el punto.
Y si Prieto empezó a esbozar el absurdo argumento de que la religión debe ser tratada igual que los géneros musicales, realmente fue Juan Ignacio Caicedo Ayerbe, autor de la segunda carta, el que hizo ese argumento por completo:
La Semana Santa de Popayán fue reconocida por la Unesco (tal vez una de las entidades más aconfesionales del mundo) como patrimonio inmaterial “de la humanidad” (no de los católicos de Popayán, de Colombia o del mundo). Les recomiendo leer las razones de la Unesco para esa declaratoria.
“En efecto, esa celebración con más de 450 años de tradición trascendió su original sentido religioso para convertirse en parte del patrimonio de una región, proporcionando a sus habitantes, sentimientos de identidad, pertenencia, significado, trascendencia, continuidad y propósito”.
De esta forma, las procesiones de Semana Santa, además de mostrar un conjunto impresionante de obras representativas de muchos siglos de arte religioso en Hispanoamérica, son también y sobre todo “un conjunto de sentimientos, sensaciones y recuerdos, pero también de certezas y esperanzas, que hacen parte del ser colectivo de esta ciudad que tan tercamente se aferra no a su pasado, como tiende a creerse erróneamente, sino a su más profunda esencia”.
Si estos argumentos no fueran válidos, la destrucción de una catedral gótica de Europa no debería importarle a nadie que no fuera católico practicante.
Ya, pero la Unesco puede equivocarse. Y que algo sea declarado patrimonio cultural no le resta su contenido religioso.
Y Colombia es un Estado laico y de derecho, lo que significa que la ley está por encima de la costumbre, y no al revés, así la Unesco se pare en la cabeza.
(imagen: Alex Proimos)
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Publicado en De Avanzada por David Osorio