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La improbabilidad de un ataque terrorista nuclear

Sigo leyendo Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker y en el capítulo ‘La nueva paz‘, el autor explica por qué un ataque terrorista con armas nucleares es improbable (págs. 487- 493):


Un ataque que mataría a millones de personas no es sólo teóricamente posible sino que también concuerda con las estadísticas del terrorismo. Los ingenieros informáticos Aaron Clauser y Maxwell Young y el científico político Kristian Gleditsch representaron las víctimas mortales de once mil atentados terroristas en una gráfica logarítimica y observaron que se formaba una línea recta perfecta. Los atentados terroristas siguen una distribución de potencia, es decir, están generados por mecanismos que hacen que los episodios extremos sean improbables, pero no exageradamente improbables.

[…]

Cuando los terroristas invierten más tiempo en urdir su atentado, la cifra de víctimas puede aumentar de manera exponencial: una preparación que tarde el doble de tiempo puede matar, pongamos, a un número de personas cuatro veces mayor. Concretemos. Un atentado de un terrorista suicida individual, que por lo general mata conforme a cifras de un solo dígito, puede ser planeado en unos días o unas semanas. Para planear el atentado de Madrid en 2004, en el que murieron unas doscientas personas, se tardaron seis meses; y el del 11 de septiembre, en el que murieron tres mil, se requirió de dos años. No obstante, los terroristas viven un tiempo prestado: cada día que una trama se alarga supone la posibilidad de que sea desbaratada, o abortada, o de que se ejecute de forma prematura. Si la probabilidad es constante, las duraciones de los planes se distribuirán de manera exponencial. (Cronin, recordémoslo, puso de manifiesto que las organizaciones terroristas caen como moscas con el tiempo, integrándose en una curva exponencial.) Si combinamos el daño exponencialmente creciente con una posibilidad de éxito exponencialmente decreciente, tenemos una ley de potencia, con su cola desconcertantemente gruesa. Dada la presencia de armas de destrucción masiva en el mundo real, y de fanáticos religiosos dispuestos a causar un daño incalculable por una causa superior, una conspiración prolongada que provoque una cifra horrenda de víctimas no es algo impensable.

Un modelo estadístico no es una bola de cristal, por supuesto. Aunque pudiéramos extrapolar la línea de puntos de datos existentes, los gravísimos atentados terroristas en la cola siguen siendo sumamente (aunque no exageradamente) improbables. Es más, no podemos extrapolarlos. En la práctica, cuando llegamos a la cola de una distribución de potencia, los puntos de datos comienzan a portarse mal, dipsersándose en torno a la línea o torciéndola hacia abajo, hasta las probabilidades más bajas. El espectro estadístico del daño terrorista nos recuerda que no debemos rechazar el peor de los panoramas pero no nos dice nada de su probabilidad.

Entonces, ¿cuán probables son? ¿Cuáles creemos que son las posibilidades de que, en el espacio de los próximos cinco años, se produzca cada uno de los siguientes escenarios? 1) Será asesinado un jefe de estado de un país desarrollado importante. 2) Se usará un arma nuclear en una guerra o una acción terrorista. 3) Venezuela y Cuba unirán fuerzas y auspiciarán movimientos de insurrección marxista en uno o más páises latinoamericanos. 4) Irán proporcionará armas nucleares a un grupo terrorista, que utilizará una de ellas contra Israel y Estados Unidos. 5) Francia renunciará a su arsenal nuclear.

Di quince escenarios parecidos a éstos a ciento setenta y siete usuarios de Internet en una única página web, y les pedí que calcularan aproximadamente la probabilidad de cada uno. La estimación media de que se utilizaría un arma nuclear (escenario 2) era 0,20; la de que un grupo terrorista lanzaría sobre Estados Unidos o Israel una bomba proporcionada por Irán (escenario 4) era 0,25. Más o menos la mitad de los participantes consideraban que el segundo escenario tenía más probabilidades que el primero. Y de este modo cometían un error elemental en las matemáticas de la teoría de la probabilidad. La probabilidad de una conjunción de episodios (que sucedan A y B) no puede ser mayor que la de que uno u otro sucedan solos. La probabilidad de sacar una jota roja debe ser inferior a la de sacar una jota sin más, pues algunas no son rojas.

No obstante, Tversky y Kahneman han revelado que la mayoría de las personas, incluidos estadísticos e investigadores médicos, caen habitualmente en ese error.

[…]

La falacia de conjunción “infecta” muchas clases de razonamiento. […] Los vaticinadores profesionales dan más probabilidades a un resultado improbable presentado junto a una causa verosímil (los precios del petróleo subirán, por lo que el consumo de petróleo bajará) que al mismo resultado tal cual (el consumo de petróleo bajará). Y la gente está dispuesta a pagar más por un seguro de vuelo contra el terrorismo que por un seguro de vuelo a todo riesgo.

El lector ya ve adónde voy. Es muy fácil representar en nuestra imaginación la película mental de un grupo terrorista islamista que compra una bomba en el mercado negro o la obtiene de un estado delincuente y luego la hace detonar en un área poblada. Y por si no lo fuera, la industria del entretenimiento ya la ha representado para nosotros en dramas como Mentiras arriesgadas, Pánico nuclear y 24. El relato es tan cautivador que tendemos a otorgarle una probabilidad mayor que si estudiáramos detenidamente todos los pasos que deberían salir bien para que se produjera el desastre con las posibilidades multiplicadas. Por eso, muchos de los encuestados consideraban que un atentado terrorista nuclear auspiciado por Irán era más probable que un atentado nuclear sin más. La cuestión no es si el terrorismo nuclear es imposible, o incluso exageradamente improbable, sino sólo que la probabilidad asignada al mismo por cualquiera —salvo por un analista metódico de riesgos— seguramente será demasiado elevada.

¿Qué quiero decir con que seguramente será “demasiado elevada”? “Con certeza” y “más probable que lo contrario” me parecen posibilidades demasiado elevadas. En 1974, el físico Theodore Taylor declaró que en 1990 ya sería tarde para evitar que algún grupo terrorista llevara a cabo un atentado nuclear. En 1995, el activista mundial más destacado sobre los riesgos del terrorismo nuclear, Graham Allison, escribió que, dadas las circunstancias imperantes, era probable un ataque nuclear contra objetivos americanos antes de que terminase la década. En 1998, el experto antiterrorista Richard Falkenrath dijo que “sin duda cada vez más actores sin estado serán capaces de adquirir y utilizar armas químicas, biológicas y nucleares”. En 2003, el embajador de la ONU John Negroponte consideraba que existía una “elevada probabilidad” de un atentado con un arma de destrucción masiva en el espacio de dos años. Y en 2007, el físico Richard Garwin estimaba que las posibilidades de un atentado terrorista nuclear eran de un 20% al año, o aproximadamente de un 50% en 2010 y casi del 90% en el espacio de una década.

Como los meteorólogos de la televisión, los entendidos, los políticos y los especialistas en terrorismo tienen multitud de alicientes para hacer hincapié en el peor de los panoramas. Desde luego es sensato asustar a los gobiernos para que tomen medidas adicionales a fin de reducir las existencias de armas y materiales fisibles y controlar e infiltrarse en grupos que pudieran tener la tentación de adquirirlos. Así pues, exagerar el riesgo es más seguro que subestimarlo —aunque ´solo hasta cierto punto, como demuestra la costosa invasión de Irak en busca de armas de destrucción masiva inexistentes—. La reputación profesional de ciertos expertos parece inmune a las predicciones de desastres que nunca se producen, aunque casi nadie quiere arriesgarse a decir que ha pasado el peligro y acabar teniendo un huevo radiactivo en la cara.

Unos cuantos analistas valientes, como Mueller, John Parachini y Michael Levi, han asumido el riesgo analizando los escenarios de desastres elemento a elemento. Para empezar, de las cuatro supuestas armas de destrucción masiva, tres son mucho menos destructivas que los buenos explosivos anticuados. Las bombas radiológicas o “sucias”, que son explosivos convencionales envueltos en material radiactivo (obtenido, por ejemplo, de desechos médicos), provocarían sólo aumentos de radiación efímeros y de poca importancia, comparables a desplazarse a una ciudad situada a mayor altitud. Las armas químicas, a menos que se usen en un espacio cerrado como el metro (donde aún así no causan tanto daño como los explosivos convencionales), se disipan enseguida, el viento las dispersa y el sol las descompone. (Recordemos que el gas tóxico fue responsable sólo de una minúscula fracción de las víctimas de la Primera Guerra Mundial.) El desarrollo y la utilización de armas biológicas capaces de originar epidemias tendría un coste prohibitivo, y serían peligrosas para los laboratorios amateurs, típicamente torpes, que intentasen fabricarlas. No es de extrañar que en treinta años las armas biológicas y químicas, aunque sean más accesibles que las nucleares, sólo se hayan usado en tres ataques terroristas. En 1984, la secta religiosa Rajneeshee contaminó con salmonella la ensalada de diversos restaurantes de una ciudad de Oregón, lo que hizo enfermar a setecientas cincuentas y una personas, y no mató a ninguna. En 1990, los Tigres tamiles estaban quedándose sin munición en el ataque a un fortín y abrieron algunos cilindros de cloro que se habían encontrado en una fábrica de papel, lo que causó daños a sesenta personas y no mató a ninguna antes de que el gas se les echara encima y los convenciera de no volver a intentarlo. La secta religiosa japonesa Aum Shinrikyo fracasó en diez ocasiones en su intento de usar armas biológicas antes de soltar gas sarín en el metro de Tokio con el resultado de doce muertos. Un cuarto ataque, los correos de ántrax de 2001 que mataron a cinco americanos que trabajaban en medios de comunicación y oficinas del gobierno, resultó ser una matanza indiscriminada y no una acción terrorista.

En realidad, sólo las armas nucleares merecen el acrónimo de WMD (weapons of mass destruction, armas de destrucción masiva). Mueller y Parachini han verificado datos de diversos informes sobre terroristas que “estuvieron a punto” de conseguir una bomba nuclear y han observado que eran apócrifos. Algunos informes sobre cierto “interés” en conseguir armas en el mercado negro se convertían en negociaciones reales, esbozos genéricos metamorfoseados o en proyectos detallados, y diversas pistas endebles (como los tubos de aluminio comprados por Irak en 2001) se malinterpretaban como indicios de un programa de desarrollo de armas de destrucción masiva.

Cuando se examinan con cuidado, resulta que cada una de las vías hacia el terrorismo nuclear presenta montones de improbabilidades. Quizás haya existido una ventana de vulnerabilidad en la protección de las armas nucleares en Rusia, pero actualmente la mayoría de los expertos coinciden en que está cerrada y que no se está traficando con armas sueltas en ningún bazar. Stephen Younger, antiguo director de investigaciones con armas nucleares en el Laboratorio Nacional de Los Álamos, ha dicho lo siguiente: “Con independencia de lo que digan los noticiarios, todos los países nucleares se toman muy en serio la seguridad de sus armas”. Rusia tiene un enorme interés en que sus armas no caigan en manos de los chechenos y otros grupos separatistas, y a Pakistán le preocupa igualmente su archienemigo: Al Qaeda. Y contrariamente a lo que se rumorea, para los expertos en seguridad la probabilidad de que el gobierno y el alto mando militar pakistaní caigan bajo el control de los extremistas islamistas es básicamente nula. Las armas nucleares tienen complejos engranajes concebidos para impedir el despliegue no autorizado, y, si no hay mantenimiento, la mayoría de ellas se convierten en “chatarra radiactiva“. Por eso, la Cumbre sobre Seguridad Nuclear de cuarenta y siete países convocada por Barack Obama en 2010 para impedir el terrorismo nuclear se concentró en la seguridad del material fisible, como el plutonio y el uranio altamente enriquecido, más que en armas ya terminadas.

[…]

Gracias a las salvaguardas que se aplican o que pronto se aplicarán, será más difícil robar o pasar de contrabando los materiales fisibles, y si se perdiera algo, se desencadenaría una búsqueda internacional. Para crear un arma nuclear viable hace falta ingeniería de precisión y técnicas de fabricación que exceden las capacidades de los aficionados. La comisión Gilmore, que asesora al presidente y al Congreso en materia de terrorismo con WMD, califició de “hercúleo” el desafío, y Allison ha descrito las armas como “grandes, pesadas e incómodas, inseguras, poco fiables, imprevisibles e ineficientes”. Además, para que llegue a funcionar el conjunto de instalaciones, materiales y expertos hay que recorrer un camino minado lleno de peligros de detección, traiciones, aguijones, meteduras de pata y mala suerte. En su libro On Nuclear Terrorism, Levi exponía todas las cosas que tenían que salir bien para que un atentado terrorista nuclear tuviera éxito, y establecía la “ley de Murphy del terrorismo nuclear: lo que puede salir mal sale mal”. Mueller contabiliza veinte obstáculos en ese camino y observa que, aunque un grupo terrorista tuviera el 50% de posibilidades de salvarlos todos, las probabilidades totales de éxitos serían una entre un millón. Levi analiza el intervalo desde el otro extremo estimando que, aunque en el camino sólo hubiera diez obstáculos y la probabilidad de quitarlos todos de en medio fuera del 80%, las probabilidades totales de éxito de un grupo terrorista nuclear serían una entre diez. Y éstas no son nuestras probabilidades de ser víctimas de un atentado de esta naturaleza. Un grupo terrorista que sopese sus opciones, incluso basándose en cálculos aproximados demasiado optimistas, podría muy bien llegar a la conclusión de que sería mucho mejor dedicar sus recursos a proyectos con mayores posibilidades de éxito. Pero, repito, nada de esto significa que el terrorismo nuclear sea imposible, sino sólo que no es, como dicen muchos con insistencia, inminente, inevitable o muy probable.

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Publicado en De Avanzada por David Osorio

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