En su columna de la semana pasada, titulada A ciencia incierta, Ana Cristina Restrepo asegura que “mientras la ciencia no sea considerada una política de Estado, continua, es ingenuo esperar cambios estructurales“. Casi todos podríamos estar de acuerdo en que razón no le falta — con dificultad encuentra uno a alguien que, en principio, esté en desacuerdo con esa afirmación.
Otra cosa es ponerla en práctica. Mientras todos aceptan que la ciencia debe ser una política de Estado, igualmente rechazan las iniciativas para hacerlo realidad. Ya sea porque se enseñe evolución en los colegios públicos o porque se desarrollen transgénicos que permitan mejorar la calidad de vida de los campesinos, muchos de quienes en principio apoyan la idea de que la ciencia sea una política de Estado, terminan manifestando su vocal oposición a esto mismo.
Tal vez el caso más vergonzoso de todos fue la campaña de terrorismo mediático contra la vacuna del VPH el año pasado, donde se le dio amplia difusión al peligroso contubernio entre grupos antivacunas y fundamentalistas cristianos, que prefieren que a las mujeres les dé cáncer antes de que tengan autonomía sobre sus cuerpos. Después desprestigiar la vacuna, las tasas de vacunación se desplomaron al 20%, a pesar de que se ha confirmado que la vacuna no causó los desmayos. En todo caso, este tema sigue siendo un buen caballito de batalla para políticos deshonestos como el procurador Ordóñez y el senador Fernando Araújo.
Y no es que este sea un caso aislado — un presunto aliado de la ciencia en el país como el ministro de Salud y Protección Social Alejandro Gaviria ha tomado decisiones cuestionables como reglamentar la homeopatía y suspender las aspersiones de glifosato (como ya he dicho, la decisión de suspender las aspersiones es acertada, pero Gaviria se basó en un estudio cuestionable, cuyos ‘hallazgos’, de hecho, ya fueron rebatidos por la EFSA).
Restrepo acierta cuando advierte que preocuparse por la ciencia no sólo es contentarse con evitar las reducciones de presupuesto a Colciencias, sino que tenemos que ir más allá. Ella no dice cómo, pero yo tengo una sugerencia de por dónde empezar.
Tenemos que cambiar nuestra concepción de ciencia. Ni los políticos ni la ciudadanía ven la ciencia como algo importante; para unos es algo que les sirve como cuota burocrática (Restrepo denuncia que la actual directora de Colciencias es Yaneth Giha, una señora traspasada desde el ministerio de Defensa, y que tiene maestrías en Estudios Políticos y Estudios de Guerra) y ocasionalmente para resolver problemas. Los ciudadanos la ven como algo aburrido o como una herramienta para confirmar sus creencias y prejuicios —este es el filón con el que estafadores como Deepak Chopra y demás ralea venden libros inútiles a los ingenuos que gustosos botan su dinero en ello—.
Necesitamos despojarnos de estas concepciones de la ciencia como algo accesorio o como fuente anecdótica de entretenimiento y empezar a concebirla como un aspecto central de nuestras vidas, tanto a nivel político como personal — por ahí se empieza. Adoptando el principio de que lo que se puede afirmar sin evidencia se puede descartar sin evidencia y exigir que todas las políticas públicas se basen en la mejor evidencia disponible.
Este punto fue resumido magistralmente por Carl Sagan en su última entrevista, hace ya casi 20 años, con Charlie Rose:
La ciencia es más que un cuerpo de conocimiento. Es una forma de pensar; una manera de interrogar escépticamente al universo con una buena comprensión de la falibilidad humana.
Si no somos capaces de hacer preguntas escépticas, de cuestionar a aquellos que nos dicen que algo es verdad, de ser escépticos con aquellos que ocupan puestos de autoridad, entonces estamos a la merced del próximo charlatán (político o religioso) que se aparezca.
¡Y los charlatanes abundan!
(imagen: Open Cage)