Una de las acusaciones formuladas contra los naturalistas es que despojamos al mundo de lo sobrenatural (y lo hacen sonar como si fuera algo malo). De hecho, que comprendamos la existencia como sinónimo de materialidad es anatema para algunas personas, que no dudarán en llamarnos positivistas y otras cosas que se supone que son malas.
A pesar de esto, de la mejor evidencia disponible se concluye que no existe nada más allá de la materia y la energía — las consecuencias lógicas son varias: por ejemplo arruina las hipótesis del libre albedrío, del alma y de la vida después de la muerte. De allí también se colige que existen bases biológicas de la conducta.
Hace unos días, The Economist publicó una nota que reportaba cómo la comprensión física del síndrome de estrés post-traumático (PTSD, en inglés) está permitiendo desarrollar nuevos y prometedores tratamientos:
[E]l PTSD difiere en un aspecto crucial de la mayoría de otros trastornos mentales: puede ser modelado en otros mamíferos, ya que sienten y muestran el miedo de la misma forma que los humanos. Aterrar a un ratón con una descarga eléctrica es simple; darle una autoimagen negativa es más difícil. Mientras que muchos de los trastornos del estado de ánimo todavía son misteriosos, el PTSD es cada vez mejor entendido. Según Charles Marmar, psiquiatra en el centro médico de la Universidad de Nueva York, podría ser el primer trastorno psiquiátrico “donde descifremos las conexiones mente-cerebro”.
La investigación neuronal está ayudando a revelar cómo las personas se atascan en un estado de miedo. Las amígdalas, un par de regiones del tamaño de almendras ubicadas profundo en el cerebro, son las principales orquestadoras de miedo, leen las señales de entrada, tales como olores y sonidos y envían mensajes a otras partes del cerebro, que filtran las señales antes de reaccionar. En una persona con PTSD los filtros se esfuerzan por distinguir entre las amenazas reales y las que pueden ser ignoradas con seguridad.
Cuando al cerebro de una persona sana se le dan motivos para tener pánico, este le dirá al cuerpo que active diversas reacciones, incluyendo la liberación de adrenalina. El ritmo cardíaco de una persona se incrementará y ellos tendrán un fuerte impulso para luchar o huir. Una vez de vuelta a la seguridad, los síntomas desaparecen y todo lo que queda es un mal recuerdo. Una mujer asaltada en un bar ruidoso puede reaccionar con temor al sonido de vidrios tintineando durante unas semanas pero, con el tiempo, en lo que se llama “extinción del miedo”, la asociación positiva de celebrar con los amigos será mayor que la negativa. Cuanto más a menudo las personas reciben tales recordatorios sin sufrir un desastre, es más probable que el miedo se disipe — por eso es importante no para esconderse después de un trauma.
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Un desarrollo emocionante reciente es el descubrimiento de marcadores que muestran diferencias entre los cerebros, genes e incluso la sangre de personas con y sin PTSD. Cuando un paciente ve una imagen de una cara asustada, la amígdala muestra una respuesta aumentada. Al mismo tiempo, la corteza prefrontal, que regula el miedo, se suprime. Los investigadores están tras la pista de los productos químicos que podrían indicar PTSD en un análisis de sangre, dice Kerry Ressler, un científico molecular y psiquiatra en el Hospital McLean de la Escuela de Medicina de Harvard.
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Mediante la experimentación con animales se están desarrollando nuevos tratamientos. En un ensayo se le enseñó a ratas a temer un aroma por pulverización al mismo tiempo que se les administraba una descarga eléctrica; si eran rociados en repetidas ocasiones poco después sin que se administrara la descarga, los síntomas de PTSD como el miedo incontrolable, medido por la “congelación” o la respuesta de la frecuencia cardíaca del animal, no se desarrollaban.
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Recientemente, el Dr. Ressler inmovilizó ratones durante dos horas. Ellos se hicieron más propensos a desarrollar síntomas parecidos a los del PTSD después de un trauma futuro. Las autopsias de sus cerebros mostraron un cambio en la expresión de los genes que los investigadores creen que podrían haber causado la vulnerabilidad. En un estudio de seguimiento se utilizó un fármaco experimental para apuntarle a este gen y bloquear la formación de los recuerdos temerosos. Es alentador que los ratones que habían pasado previamente por la odisea y luego recibieron el fármaco no desarrollaron síntomas de PTSD cuando se expusieron a otra situación aterradora.
Amit Etkin y sus colegas de la Universidad de Stanford están estudiando cómo pueden ser ajustados los circuitos cerebrales que controlan el miedo con la ayuda de los ISRS (una clase de fármacos, algunos de los cuales se usan para tratar la depresión o la ansiedad) y de la estimulación transcraneal magnética, en la que un electroimán sostenido cerca del cuero cabelludo transmite pulsos magnéticos al cerebro. Ellos encontraron que la estimulación de una parte del lóbulo frontal puede reducir la actividad de la amígdalas, lo que podría disminuir los síntomas del PTSD. El Dr. Etkin cree que dentro de cinco años habrá nuevas terapias disponibles, incluyendo la aplicación de la estimulación cerebral o el uso de drogas para mejorar los efectos de la terapia hablada. Mejores tratamientos para otros trastornos de ansiedad, que afectan a un tercio de los estadounidenses, podrían seguir.
Incluso si los nuevos tratamientos para PTSD tardan más de lo esperado en desarrollarse, la aceptación de la naturaleza inherentemente física del PTSD podría alentar que quienes lo padecen busquen ayuda antes.
Entre más rápido prescindamos de la dualidad mente-cerebro, y entendamos que todo tiene una causa y una manifestación física, más temprano podremos hacerle frente a otros tipos de afectaciones mentales y psicológicas.
Ante esa posibilidad, “despojar al mundo de lo sobrenatural” parece un pequeño precio que pagar (que, realmente, es ganancia).