La semana pasada a los líderes religiosos les dio un arrebato ecuménico y en una ingenua carta le pidieron al Gobierno y los terroristas que dejen las armas:
Las armas se han hecho para matar. La historia de la humanidad ha sido la historia de las guerras y de la evolución tecnológica de los armamentos. Desde el garrote hasta las ojivas nucleares. Lo que no cambia es el resultado: la muerte, la destrucción y sobre todo la rabia, el rencor y un eterno retorno de la venganza de los sobrevivientes. ¿Cómo frenar este reciclaje perverso de la retaliación?
En este país se justifican y legitiman las armas por la defensa de la vida, de la propiedad y de la acumulación de la riqueza, por reclamar la distribución más justa de los bienes de la tierra y la garantía de condiciones dignas de existencia para todos. A lo largo de la historia, las sociedades más igualitarias han sido y son también las menos violentas.
De aquí que la equidad se constituye en un imperativo moral y ético que permite a los humanos reconocerse como semejantes, como prójimos, como hermanos. Esta suprema dignidad de humanidad implica y exige el respeto a la vida como lo más sagrado de todo.
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Reconociendo que en muchas ocasiones los líderes de las Iglesias y de las varias confesiones religiosas hemos contribuido a la violencia en Colombia, sentimos ahora la urgencia de recuperar y posicionar la cultura ciudadana del perdón como vacuna y remedio poderoso contra ese perverso y eterno retorno de las venganzas.
Dejando de lado el pacifismo naïf que salpica toda la misiva, todo el asunto es bastante cínico.
Ya sabemos que lo único que puede resolver el problema —o sea “frenar este reciclaje perverso de la retaliación”— es cambiar esta democracia de mentiritas por una buena democracia. Y resulta que el laicismo es una condición necesaria para una buena democracia, porque es el principio democrático por antonomasia, el que garantiza las “condiciones dignas de existencia para todos” y “permite a los humanos reconocerse como semejantes”. Favorecer una o varias religiones destruye cualquier premisa de igualdad imaginable, porque necesariamente discrimina a quienes quedamos por fuera.
La mejor (y única) manera en que los líderes religiosos pueden contribuir a la paz es guardándose sus palabras para sus templos, en vez de aprovechar cada oportunidad que tengan para robar cámara. Las palabras son muy bonitas, pero la paz se construye con hechos. Y el hecho de que cada vez se entrometan más en los asuntos de Estado juega en contra de la paz, no a favor.
Es comprensible que personas que viven de creencias ridículas como las mujeres-costilla y serpientes parlantes, crean que la solución a un conflicto de más de 30 años se puede reducir a que todos suelten las armas, se cojan de las manos y canten Kumbayá, pero en el mundo real las situaciones son más complicadas y no se resuelven con desearlo. Echarle más pensamiento mágico sólo empeora el problema.
(imagen: Cafe Press)