por Maggie McNeil (escrito en 2012, pero sigue siendo vigente):
El amor y el matrimonio, el amor y el matrimonio,
Van juntos como el caballo y el carro~ Sammy Cahn
Finalmente me di cuenta de qué es lo que me irrita de la retórica del matrimonio gay. Ahora, no tengo absolutamente nada en contra del concepto, salvo en que creo que el gobierno debe salir por completo del negocio del matrimonio y que todos los “matrimonios” deben ser contratos entre dos o más adultos que dan su consentimiento, de cualquier combinación de sexos, con los términos, privilegios, responsabilidades, duración, etc, enunciados por escrito, y las controversias arbitradas bajo la ley estándar de contratos. Sin embargo, cada vez que leo los argumentos de los defensores del matrimonio entre personas del mismo sexo, especialmente en el último par de años, me he visto enojada sin que pudiera precisar ninguna razón adecuadamente. Pero una fría mañana de la semana después de elecciones estaba caminando hacia mi granero para dejar salir a los animales y de repente vino a mí (y ustedes se sorprenderían de cuántas cosas vienen a mí durante estas caminatas): la culpable es la retórica del “amor”, como cuando el matrimonio homosexual es llamado “libertad para amar” o como cuando Google llamó su campaña del tema “Legalizar el Amor”.
Los lectores habituales probablemente ya sabrán a dónde voy con esto. Desde hace algún tiempo, el mundo occidental se ha hundido más y más profundamente en la ilusión de que el matrimonio es “sobre” el amor, que el amor puede mantener unido un matrimonio por sí mismo, y así sucesivamente. Como escribí en “Housewive Harlotry“,
[…] el amor es el glaseado, no el pastel… El matrimonio es, ante todo, una relación socioeconómica, y la insistencia moderna de que el amor es el alfa y el omega del matrimonio es una de las principales razones por las que la tasa de divorcios está por las nubes, porque las parejas que no comparten ningún vínculo distinto del bioquímico que llamamos “amor romántico” no tienen razón para estar juntos cuando el tiempo y la adversidad lo debilita o lo destruye. El verdadero amor es un vínculo emocional mucho más complejo, pero necesita tiempo para desarrollarse y rara vez lo hace entre personas que no están unidas entre sí por otros bonos, más mundanos, como la sangre o la mutua dependencia.
Este estribillo adolescente de “amor amor amor” (como un disco rayado de los Beatles) cada vez que aparece el tema del matrimonio (del mismo sexo o no) me pone los pelos de punta, porque para los que operan bajo ese malentendido todo lo que hará el matrimonio homosexual será aumentar ligeramente la tasa de divorcios.
Pero hay otra preocupación, más importante, que es: ¿por qué debe ser asunto del gobierno la razón por la que dos personas deciden vivir juntas, firmar un contrato juntos o tener relaciones sexuales entre sí? La idea de que un contrato de interdependencia económica mutua sólo pueda ser elaborado entre dos personas que se revuelcan con el otro me parece tan estúpida, irracional y ofensiva como le puede parecer a los defensores del matrimonio entre personas del mismo sexo la noción de que las dos partes deben ser de sexos opuestos. Por ejemplo, ¿por qué no pueden dos heterosexuales del mismo sexo hacer un contrato para agrupar sus recursos, seguro social, seguro de herencia, etc, sin tener que fingir que duermen juntos? Tradicionalmente, a los matrimonios se les daban derechos especiales para proteger a los niños menores, no para conferir una sanción estatal especial sobre las personas que meten partes del cuerpo en los orificios de otras; ya que muchas parejas (heterosexuales y homosexuales) hoy en día optan por no tener hijos, ¿por qué importa si tienen relaciones sexuales? Y por favor, no me vengan con el “amor”; no sólo es totalmente legal casarse por dinero u otras preocupaciones prácticas, también creo que es un poco hipócrita que un gobierno que gasta miles de millones tratando de evitar que algunos se droguen subvencione que otros tomen decisiones que cambian la vida mientras están bajo la influencia de sustancias químicas que alteran la mente, simplemente porque resulta que esos productos químicos se originan dentro de sus propios cuerpos. Además, es altamente discriminatorio subvencionar sólo el amor sexual, pero no el amor fraterno.
Los gobiernos no tienen derecho a establecer límites en las relaciones entre adultos que dan su consentimiento. No deberían poder impedir que la gente tenga sexo, ni exigir que las partes de ciertos contratos tengan relaciones sexuales. Ellos no tienen el derecho de controlar el género, número, actos, frecuencia, duración, condiciones, motivos, compensación u otros factores entre adultos que deciden tener sexo, ni acosarlos por sus elecciones. Y ciertamente no tienen el derecho de declarar que las relaciones sexuales son sólo para las personas que están “enamoradas”, o a dar preferencias especiales a los que lo están. Aunque la tradición occidental de los últimos dos siglos frunce el ceño cada vez más frente a los matrimonios contraídos por razones distintas al amor romántico, no es el lugar del Estado promulgar estas costumbres en la legislación más de lo que habría sido su lugar hace un siglo exigir legalmente que todos los vehículos de ruedas fueran halados por caballos. Sammy Cahn tenía razón; el amor y el matrimonio van de la mano exactamente igual que un carro y un caballo: asociados tradicionalmente, pero no es el único arreglo concebible y, tal vez, ni siquiera el mejor.
(imagen: Wikipedia)