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El misterio de la conciencia

Tú existes, ¿cierto? Pruébalo. Cómo 100 mil millones de neuronas parloteando crean el conocimiento —o la ilusión— de que estás aquí.

Por Steven Pinker:


La joven había sobrevivido, a duras apenas, al accidente automovilístico. Durante los cinco meses que siguieron a la destrucción de partes de su cerebro, ella podía abrir los ojos, pero no respondía a sonidos, estímulos visuales ni a pinchazos. En la jerga de la neurobiología, se determinó que ella estaba en un estado vegetativo persistente. En el mucho más cruel lenguaje cotidiano, ella era un vegetal.

Así que imagínese el asombro de los científicos belgas y británicos cuando ellos escanearon su cerebro usando una resonancia magnética que detecta el flujo sanguíneo en las partes activas del cerebro. Cuando ellos decían oraciones, las partes involucradas en el procesamiento del lenguaje se iluminaban. Cuando le pedían que se imaginara visitando las habitaciones de su casa, las partes involucradas en el reconocimiento de lugares y en la navegación espacial se alborotaban. Y cuando le pedían que se imaginara a si misma jugando tenis, las regiones que controlan el movimiento se activaban también. De hecho, los resultados de sus exámenes eran apenas diferentes de aquellos realizados en pacientes sanos. La mujer, así parece, tenía destellos de conciencia.

Trata de comprender cómo es el ser esa mujer. ¿Aprecias las palabras y cuidados de tu familia preocupada mientras acumulas la frustración que significa el no poder responderles y hacerles saber que te das cuenta? ¿O flotas en la niebla, volviendo a la vida con un pensamiento concreto cuando oyes una voz, para luego volver al vacío? Y, si pudiéramos vivir esta experiencia, ¿preferiríamos vivir así o preferiríamos la muerte? Y si estas preguntas tienen respuesta, ¿cambiarían nuestras políticas hacia los pacientes irresponsivos — haciendo que el caso de Terri Schiavo luzca como un juego de niños?

El reporte de este caso inusual, en septiembre del 2006, fue el último impacto de un nuevo campo de investigación, la ciencia de la conciencia. Preguntas que alguna vez estuvieron confinadas a la investigación teológica y a las trasnochadas conversaciones filosóficas de dormitorio, ahora están a la vanguardia de la neurociencia cognitiva. Con algunos problemas, se ha llegado a cierto consenso. Con otros problemas, la perplejidad es tan profunda que es posible que nunca se resuelvan. Algunas de nuestras convicciones mas profundas sobre la condición humana se han visto sacudidas.

No debería sorprendernos que la investigación sobre la conciencia sea a la vez emocionante y perturbadora. Ningún otro tema es así. Como afirmó René Descartes, la existencia de nuestra propia conciencia es la cosa más indudable. Las grandes religiones la ubican en un alma que sobrevive a la muerte del cuerpo, para irse al cielo o unirse con una mente global. Para cada uno de nosotros, la conciencia es la vida misma, ésa es la razón por la que Woody Allen dijo “… yo no quiero lograr la inmortalidad a través de mi trabajo. Quiero lograrla evitando morir”. Y la convicción de que otras personas puedan sufrir o moverse como cada uno de nosotros es la esencia de la empatía y el fundamento de la moralidad.

Para lograr progresos científicos en un tema tan enredado como la conciencia es necesario deshacerse de algunas ilusiones y prejuicios. Seguramente, la conciencia no depende del lenguaje. Los bebés, muchos animales, y los pacientes que han perdido el habla debido a daño cerebral no son robots insensibles; ellos tienen reacciones como las nuestras, que indican que hay alguien en casa. La conciencia tampoco puede equipararse a la percepción de uno mismo. A veces nos hemos perdido en la música, el ejercicio, o el placer de los sentidos, pero eso es algo muy diferente a ser noqueado.

Los problemas ‘Fácil’ y ‘Duro’

Lo que tenemos no es un problema acerca de la conciencia, sino dos, a los cuales el filósofo David Chalmers ha llamado el Problema Fácil y el Problema Duro. Considerar al primero como fácil es un chiste interno: es fácil en el mismo sentido en que es fácil curar el cáncer o enviar alguien a Marte. Es decir, los científicos saben más o menos qué buscar y, con los suficientes financiamiento y capacidad intelectual, probablemente podrán resolverlo en este siglo.

¿Qué es, exactamente, el Problema Fácil? Es aquel que Freud hizo famoso, la diferencia entre los pensamientos conscientes y los pensamientos inconscientes. Algunos tipos de información en el cerebro —como las superficies enfrente tuyo, tus sueños lúcidos, tus planes para el día, tus placeres y tus molestias— son conscientes. Puedes considerarlos, discutirlos, y dejar que guíen tu conducta. Otros tipos de información, como el control de tu ritmo cardíaco, las reglas que ordenan las palabras mientras hablas, y la secuencia de contracciones musculares que te permiten sostener un lápiz, son inconscientes. Deben estar en algún lugar del cerebro porque sin ellas no podrías caminar, hablar, ni ver, pero esta información está aislada de tus circuitos de planificación y razonamiento, y no puedes decir nada sobre ellas.

El Problema Fácil es, entonces, el distinguir entre la computación mental consciente de la inconsciente, identificar sus correlatos en el cerebro, y explicar por qué evolucionaron.

El Problema Duro, por otro lado, es el porqué al tener un proceso consciente en la cabeza se siente así como se siente — por qué existe una experiencia subjetiva en primera persona. Una cosa verde no sólo luce distinta de una cosa roja, nos recuerda de otras cosas verdes y nos hace pensar “eso es verde” (el Problema Fácil), sino que de hecho parece verde: produce una experiencia pura e indescriptible de verdura que no se puede reducir a ninguna otra cosa. Así como cuando a Louis Armstrong le pidieron que definiera el qué es el jazz, y respondió: “Si tienes que preguntarle qué es , entonces jamás lo sabrás”.

El Problema Duro es explicar cómo surge la experiencia subjetiva de la computación neuronal. El problema es duro porque nadie sabe a qué debería parecerse una solución o, incluso, si se trata de un problema científico genuino. Y no es sorprendente que todo el mundo esté de acuerdo en que la respuesta al Problema Duro (en caso que sea un problema) sigue siendo un misterio.

Aunque ninguno de estos problemas ha sido resuelto, los neurocientíficos están de acuerdo en muchas características de ambos, y la característica que los científicos encuentran menos controvertida es la que mucha gente fuera del campo de la investigación científica considera la más chocante. Francis Crick la llama “la hipótesis perpleja” — la idea de que nuestros pensamientos, sensaciones, alegrías y dolores consisten única y exclusivamente en la actividad fisiológica de los tejidos del cerebro. La conciencia no reside en un alma etérea que usa al cerebro como un computador portátil; la conciencia es la actividad del cerebro.

El cerebro como una máquina

Los científicos han exorcizado al fantasma de la máquina no porque sean unos aguafiestas mecanicistas, sino porque han reunido evidencias para afirmar que cada aspecto de la conciencia puede ser ligado al funcionamiento del cerebro. Usando la resonancia magnética funcional, los neurocientíficos cognitivos casi pueden leer los pensamientos de la gente a partir de los patrones de flujo sanguíneo en sus cerebros. Por ejemplo, ellos pueden distinguir si una persona está pensando en una cara o en un lugar, o si la imagen que alguien está observando es de una botella o de un zapato.

Y la conciencia puede ser presionada con manipulaciones físicas. La estimulación eléctrica del cerebro durante una cirugía puede hacer que una persona tenga alucinaciones que son indistinguibles de la realidad, tales como oír una canción en la habitación o creer que se está en una fiesta de cumpleaños infantil. Los químicos que afectan el cerebro, desde la cafeína y el alcohol, hasta los antidepresivos y el LSD, pueden alterar profundamente la forma en que las personas piensan, ven y sienten. La cirugía en la que se corta el cuerpo calloso, separando los hemisferios cerebrales (un tratamiento para la epilepsia), produce dos conciencias dentro del mismo cráneo, como si se pudiera cortar el alma en dos partes con un cuchillo.

Y, hasta donde sabemos, cuando la actividad fisiológica del cerebro desaparece, la conciencia de la persona deja de existir. Los intentos de contactar a las almas de los muertos (cosa que algunos científicos serios buscaban hace más de un siglo) resultaron ser solamente trucos de magia baratos, y las experiencias cercanas a la muerte no son los testimonios de una alma que se separa del cuerpo, sino que son síntomas del agotamiento del oxígeno en los ojos y el cerebro. En septiembre, un equipo de neurocientíficos suizos reportó que podían generar experiencias extracorpóreas en pacientes, estimulando la parte del cerebro en la cual convergen las sensaciones visuales y corporales.

La ilusión del control

Otra sobrecogedora conclusión de la ciencia de la conciencia es que esa sensación intuitiva que tenemos, de que existe un “yo” director que se sienta en el centro de control del cerebro, observando las pantallas de nuestros sentidos y presionando los botones de nuestros músculos, es una ilusión. Resulta ser que la conciencia consiste en un remolino de eventos distribuidos a lo largo y ancho del cerebro. Estos eventos compiten por atención y, en la medida que un proceso se destaca más que otros, el cerebro racionaliza los resultados después del suceso y confecciona la impresión de que un “yo” único estuvo a cargo todo el tiempo.

Consideremos los famosos experimentos sobre disonancia cognitiva. Cuando un experimentador hace que gente deba soportar descargas eléctricas en un experimento simulado de aprendizaje, aquellos a los que se les dio una buena razón (“esto ayudará a los científicos a entender mejor el aprendizaje”) consideraron que los choques eran más dolorosos que aquellos a los que se les dio una razón débil (“tenemos curiosidad”). Presumiblemente, esto se debe a que el segundo grupo debe haber sentido que era tonto sufrir sin una buena razón. Sin embargo, cuando a estas personas se les preguntó por qué estuvieron de acuerdo en que se les sometiera a choques eléctricos, ellos ofrecieron con toda sinceridad explicaciones inventadas, como por ejemplo “solía experimentar con radios y me acostumbré a los choques eléctricos”.

No sólo nuestras decisiones en circunstancias inciertas son racionalizadas, sino que también la textura de nuestra experiencia inmediata. Todos sentimos que somos conscientes de un mundo rico y detallado frente a nuestros ojos. Sin embargo, fuera del centro de nuestra mirada, nuestra visión es sorprendentemente imprecisa. Tan sólo intenta mantener tu mano unos pocos centímetros alejada del centro de tu campo visual y trata de contar tus dedos. Si alguien removiera o reinsertara un objeto cada vez que parpadeas (cosa que los experimentadores pueden simular mostrándote dos o más imágenes en una secuencia rápida), difícilmente podrías notar el cambio. Usualmente, nuestros ojos saltan de lugar en lugar, enfocándose en aquellos objetos en los que ponemos atención, a medida que lo necesitemos. Esto nos engaña y nos induce a pensar que nuestro campo visual completo es sumamente detallado — un ejemplo del cómo sobreestimamos el alcance y el poder de nuestra propia conciencia.

Nuestra autoría de acciones voluntarias también puede ser una ilusión, resultado de notar una correlación entre lo que decidimos y cómo se mueve nuestro cuerpo. El psicólogo Dan Wegner ha estudiado el juego en el cual un sujeto se sienta frente un espejo mientras alguien detrás de él extiende sus brazos por debajo de sus axilas y los mueve de modo tal que pareciera que el sujeto sentado está moviendo sus propios brazos. Si la persona oye una grabación en la que se le indica al sujeto de atrás cómo moverse (saludar, tocar la nariz del sujeto y así sucesivamente), el sujeto puede llegar a sentir que efectivamente esta controlando los brazos.

La imagen sobrevalorada que el cerebro tiene de sí mismo se despliega aún más dramáticamente en las condiciones neurológicas en las que las partes sanas del cerebro explican las debilidades de las partes dañadas (que son invisibles para el Yo porque forman parte del Yo). Un paciente que no puede experimentar un click visceral de reconocimiento cuando ve a su esposa, pero que admite que ella luce y actúa igual que ella, deduce que, en realidad, ella es una impostora asombrosamente bien entrenada. Un paciente que cree que está en su casa, a quien se le muestra el ascensor del hospital, replica sin dudar un instante “usted no me creería lo caro que costó instalarlo”.

¿Por qué existe la conciencia, por lo menos en el sentido del Problema Fácil, en el cual algunos tipos de información son accesibles y otros se encuentran escondidos? Una de las razones es la sobrecarga de información. Tal como una persona hoy en día puede ser sobrecogida por la enorme cantidad de información proveniente de los medios electrónicos, los circuitos de toma de decisiones dentro del cerebro se empantanarían si cada pequeña sensación y movimiento muscular que se registra en algún lugar del cerebro fueran ingresados a la conciencia constantemente. En vez de eso, nuestra memoria de trabajo y nuestro foco de atención reciben resúmenes ejecutivos de los eventos y estados cuya actualización es más relevante para comprender el entorno que nos rodea y tratar de decidir qué hacer en el momento. El psicólogo cognitivo Bernard Baars explica la conciencia como si fuera una pizarra global en la que los procesos cerebrales publican sus resultados y monitorean los resultados de otros procesos.

Creer nuestras propias mentiras

Una segunda razón por la que la información es parcialmente aislada de nuestra conciencia es por motivos estratégicos. El biólogo evolucionista Robert Trivers ha notado que las personas tienen buenos motivos para promocionarse ante sí mismos como agentes racionales, bienintencionados, eficientes y competentes. El mejor propagandista es aquel que se cree sus propias mentiras, asegurándose que no hace notar su engaño a través de tics nerviosos o contradiciéndose. Así que el cerebro quizá se formó de modo tal que mantiene los datos comprometedores lejos de los procesos concientes que controlan nuestra interacción con las personas. Al mismo tiempo, mantiene los datos cerca en procesos inconscientes para evitar que la persona se aleje demasiado o pierda contacto con la realidad.

¿Qué hay del cerebro mismo? Podrías preguntarte cómo los científicos pudieron siquiera comenzar a encontrar el lugar de la conciencia en el cerebro, en medio del griterío de los cien billones de neuronas. El truco consiste en observar qué zonas del cerebro cambian cuando la conciencia de una persona salta de una experiencia a otra. En una técnica de estudio llamada rivalidad binocular, se le presentan franjas verticales al ojo izquierdo y franjas horizontales al ojo derecho. Los ojos compiten por la conciencia y la atención, y la persona ve alternativamente franjas verticales y horizontales, sucesivamente, por intervalos de segundos.

Una forma que no requiere mucha tecnología para experimentar este efecto en ti mismo es mirar con un ojo a través de un tubo de cartón a una pared blanca, mientras que miras tu mano con el otro ojo. Al cabo de unos pocos segundos, debería aparecer un agujero blanco en tu mano, y luego desaparecer, y luego reaparecer.

Los simios también experimentan la rivalidad binocular. Ellos pueden aprender a presionar un botón cada vez que su percepción cambia, mientras sus cerebros están conectados a electrodos que registran cualquier cambio en la actividad cerebral. El neurocientífico Nikos Logothetis encontró que las zonas de procesamiento visual primarias en la parte posterior del cerebro casi no cambiaban cuando se producían cambios en la conciencia de los monos. En cambio, la que rastrea la conciencia de los monos era una región ubicada más abajo en la corriente de información, y que registra formas coherentes y objetos. Ahora, eso no significa que ese es el lugar exacto, en la zona inferior del cerebro es la pantalla de TV de la conciencia. Lo que esto significa, de acuerdo a la teoría de Francis Crick y su colaborador Christof Koch, es que la conciencia reside solo en las partes “altas” del cerebro que están conectadas a los centros emocionales y de toma de decisiones, tal como uno esperaría a partir de la metáfora de la pizarra.

Ondas cerebrales

La conciencia puede ser rastreada no sólo espacialmente, sino también temporalmente. Desde hace mucho tiempo los neurocientíficos saben que la conciencia depende o se correlaciona con ciertas frecuencias de oscilación en el electroencefalograma. Estas ondas cerebrales consisten en ciclos de activación entre la corteza (la superficie arrugada del cerebro) y el tálamo (el grupo de terminales nerviosas ubicado en el centro, que sirven como estaciones de relevo de entrada y salida). Las ondas largas, lentas y regulares son señal de un coma, de anestesia profunda, o de dormir sin sueños; las ondas más pequeñas, rápidas e intermitentes corresponden a estar despierto y alerta. Estas ondas no son como el zumbido inútil de un aparato ruidoso sino que pueden permitir que la conciencia haga su trabajo en el cerebro. Ellas podrían unir la actividad de áreas repartidas en el cerebro (una para el color, otra para la forma, y una tercera para el movimiento) en una experiencia consciente y coherente, un poco como los trasmisores y receptores de radio sintonizados en la misma frecuencia. Seguramente, cuando dos patrones visuales compiten por la atención de la conciencia en un despliegue de rivalidad binocular, las neuronas que representan la información del ojo que está “ganando” la competencia oscilan en sincronía, mientras que aquellas que representan al ojo suprimido se de-sincronizan.

Los neurocientíficos están bien encaminados hacia la identificación de los correlatos neuronales de la conciencia, una parte del Problema Fácil. Pero, ¿que pasa con la explicación de cómo estos eventos causan la conciencia en el sentido de la experiencia interna o subjetiva — el Problema Duro?

Abordando el problema duro

Para apreciar la dificultad del Problema Duro, considera cómo podrías saber si ves los colores del mismo modo que los veo yo. Seguro, tanto tú como yo decimos que el pasto es verde, pero quizás tú ves el pasto y las otras cosas verdes como si tuvieran el color que yo, si estuviera en tus zapatos, describiría como morado. O imagina que pudiera existir un verdadero zombie — un ser que luce y se comporta exactamente como tú o como yo, pero en el cual no hay una conciencia o un yo sintiendo nada. Esa es la premisa en el argumento de un episodio de la serie Star Trek, en el cual unos oficiales querían hacer ingeniería inversa al [androide] Teniente Data, y surgió un furioso debate sobre si lo que pretendían hacer era sólo desmantelar una máquina, o apagar una vida sensible.

Nadie sabe qué hacer con el Problema Duro. Algunos ven este problema como una oportunidad de volver a introducir el alma, pero hacer esto sólo es cambiarle el nombre al problema, cambiando de “el misterio de la conciencia” a “el misterio del alma” — un juego de palabras que no nos aporta en nada.

Muchos filósofos, como Daniel Dennett, niegan que el Problema Duro exista. Especular sobre zombies y colores invertidos es, para ellos, una pérdida de tiempo, porque nada puede servir como evidencia decisiva en esos casos. Cualquier cosa que se pueda hacer para entender la conciencia —como encontrar qué longitudes de onda hacen que las personas vean el color verde, o qué tan similar es con el azul, o a qué emociones asocian ese color— se reduce a procesamiento de información en el cerebro y, por lo mismo, es arrastrado de vuelta al Problema Fácil, sin dejar nada más que explicar. Mucha gente reacciona con incredulidad ante este argumento, porque pareciera que este niega la existencia del hecho más fundamental e indudable: nuestra propia experiencia.

La actitud hacia el Problema Duro que es más popular entre los neurocientíficos es el afirmar que este permanece sin resolverse pero que, eventualmente, el problema va a sucumbir a la investigación que trata de resolver el Problema Fácil. Otros son escépticos respecto a este alegre optimismo porque ninguna de las soluciones al Problema Fácil nos lleva siquiera cerca de resolver el Problema Duro. Para ellos, identificar la conciencia con la fisiología del cerebro es un tipo de “chovinismo carnal” que negaría dogmáticamente la posesión de una conciencia al Teniente Data tan sólo porque carece del blando tejido cerebral humano. Identificar la conciencia con el procesamiento de información sería ir demasiado lejos en el otro sentido, e implicaría atribuirle un tipo simple de conciencia a las calculadoras, los relojes y a los termostatos — un salto que la mayoría de las personas encuentra difícil de digerir. Algunos inconformistas, como el matemático Roger Penrose, sugieren que la respuesta podría ser encontrada en la mecánica cuántica. Para mí, esto es algo así como expresar la sensación de que la mecánica cuántica es extraña, y la conciencia es extraña, así que tal vez la mecánica cuántica puede explicar la conciencia.

Y entonces tenemos la teoría propuesta por el filósofo Colin McGinn, que nuestro vértigo al considerar el Problema Duro es, en sí mismo, un capricho de nuestros cerebros. El cerebro es producto de la evolución, y del mismo modo que los cerebros animales tienen sus limitaciones, nosotros tenemos las nuestras. Nuestros cerebros no pueden mantener en la memoria cientos de números, no podemos visualizar o imaginar un espacio de siete dimensiones, y quizás no podamos comprender intuitivamente por qué el procesamiento de información neuronal visto desde afuera debe dar origen a la experiencia subjetiva desde dentro. Esa es mi apuesta, aunque tengo que admitir que, quizás, esa teoría será demolida cuando un genio que aún no ha nacido —un Darwin o un Einstein de la conciencia— nos proporcione una idea nueva, sobrecogedora e impresionante, que repentinamente nos lo aclare todo.

Sean cuales sean las soluciones a los problemas Fácil y Duro, pocos científicos dudan que encontrarán la conciencia en la actividad del cerebro. Para muchas personas fuera del ámbito de la ciencia, esta es una posibilidad aterradora. No solo elimina la esperanza de que podamos sobrevivir a la muerte de nuestros cuerpos, sino que también parece minar la noción de que somos agentes libres y responsables de nuestras decisiones — no solo en esta vida sino también en la otra. En su ensayo Sorry, But Your Soul Just Died, Tom Wolfe expresa su preocupación de que cuando la ciencia destruya la noción del alma, “el espeluznante carnaval que sobrevendrá, hará que la frase ‘el eclipse total de todos los valores’ parezca insípida”.

Hacia una nueva moralidad

Mi visión personal es que esto es exactamente al revés: la biología de la conciencia provee un fundamento moral mucho más sensato que el improbable dogma de la existencia de un alma inmortal. Entender la fisiología de la conciencia no sólo permitirá reducir el sufrimiento humano a través de nuevos tratamientos para el dolor y la depresión. Este entendimiento también puede obligarnos a reconocer los intereses de las otras personas — la base de la moral.

Toda persona que haya estudiado un poco de Filosofía sabe que nada puede obligarme a creer que alguien más tiene una conciencia excepto yo. Esta posibilidad de negar que otras personas tengan sentimientos no sólo es un ejercicio académico, sino que es un vicio demasiado común, cosa que podemos ver en la larga historia de la crueldad humana. Sin embargo, una vez que asumimos que nuestra propia conciencia es un producto de nuestro cerebro, y que las demás personas tienen cerebros como nosotros, la negación de la capacidad de sentir de las otras personas se vuelve absurda. “¿Acaso un judío no tiene ojos?” preguntaba Shylock. La pregunta hoy en día es mas precisa: ¿Acaso un judío —o un árabe, o un africano, o un bebé, o un perro— no tiene corteza cerebral y tálamo? El hecho innegable de que estamos hechos de la misma carne hace imposible negar nuestra capacidad común de sufrir.

Y, cuando lo piensas, la doctrina de vida después de la muerte no es una idea tan positiva o esperanzadora porque, necesariamente, le resta valor a la vida acá en la tierra. Tan sólo recordemos quiénes son las personas más famosas en nuestra memoria reciente que actuaron esperando una recompensa en la otra vida: los terroristas que secuestraron los aviones el 11-S.

Piensa, además, por qué a veces nos recordamos que “la vida es corta”. Es el ímpetu de entregarle un gesto de cariño a un ser amado, de hacer las paces en una disputa sin sentido, de usar el tiempo productivamente en vez de desperdiciarlo. Yo argumentaría que nada le da más propósito y sentido a la vida que el darse cuenta de que cada momento de conciencia es un regalo, precioso y frágil.

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