Ensayo de A.C. Grayling:
A la religión se le ha dado un espacio cómodo en las democracias liberales, que protegen el derecho de las personas a creer en lo que quieran, y aceptan la gran variedad de religiones introducidas por los inmigrantes de todo el mundo. Esto es justo y conveniente, porque la libertad de expresión y de creencias son valores esenciales, y la idea misma de una sociedad democrática se basa en la idea de la libertad ejercida con responsabilidad.
Pero a medida que los devotos de las religiones importadas se vuelven más asertivos en la búsqueda de las oportunidades y privilegios de los que gozan las organizaciones religiosas autóctonas en esas democracias, y a medida que las democracias tolerantes responden con concesiones, surge la perspectiva de la verdadera dificultad. Es obvio que el gobierno de Blair no ve la dificultad, porque está alentando la expansión de escuelas basadas en la fe ya sean cristianas, islámicas, judías o sikh, y considerando una legislación para proteger a las personas contra el acoso o la discriminación si se sufre especialmente por motivos de su fe. Ambos desarrollos parecen inofensivos, incluso (en el último caso) deseables; pero de hecho aumentan dramáticamente el potencial de las divisiones, tensiones y conflictos sociales, que cuando se entienden se demuestra que la sociedad necesita urgentemente estar secularizada.
La razón radica en el hecho de que las principales religiones del mundo –especialmente el cristianismo, el islam, el judaísmo– no son simplemente incompatibles entre sí, sino que son mutuamente antitéticas. Todas las religiones son tales que si son llevadas a sus conclusiones lógicas, o si sus literaturas fundacionales y tradiciones iniciales se aceptan literalmente, van a tomar la forma de sus respectivos fundamentalismos. Los Testigos de Jehová y los talibanes son, pues, no aberraciones, sino expresiones no adulteradas y sin restricciones de sus respectivas religiones, tal como son aceptadas y practicadas por personas que no estén interesadas en temporalizaciones refinadas o sutilezas teológicas, sino que, literalmente, aceptan la visión del mundo de los escritos que consideran sagrados, y se comportan de la manera allí prescrita.
Aquí es donde reside la amenaza de graves dificultades futuras, porque todas las grandes religiones, de hecho, blasfeman las unas de las otras y deben, por principio, iniciar una cruzada o guerra santa contra cada una de las otras – un pensamiento profundamente perturbador. Ellas blasfeman mutuamente de muchas maneras. Todos los no-cristianos blasfeman del cristianismo al negarse a aceptar la divinidad de Cristo, porque, al hacerlo, rechazan el Espíritu Santo, lo que se describe como la más grave de todas las blasfemias. El Nuevo Testamento hace decir a Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre sino por mí”. Esto pone a los miembros de otras religiones más allá de la redención; están condenados si conocen esta afirmación, pero no le hacen caso. Por un giro desafortunado de la teología, los protestantes tienen que considerar a los católicos como blasfemos también, porque estos último consideran a María como co-redemptora con Cristo, en violación del enunciado que acabamos de citar. Todos los no-musulmanes blasfeman del islam porque insultan a Mahoma al no aceptarle como el verdadero profeta, y al hacer caso omiso de las enseñanzas del Corán. Los judíos parecen los menos filosóficamente preocupados por lo que la gente de otras religiones piensen de la suya – pero los judíos ortodoxos se consideran a sí mismos como religiosamente superiores a los demás porque los otros fallan en las observancias adecuadas, por ejemplo, por no respetar las restricciones kosher. Todas las religiones blasfeman entre sí al considerar las enseñanzas de las otras, la metafísica y la mayor parte de su ética como falsa, y su propia religión como la única verdadera.
Que todas las religiones puedan ser vistas como adoradoras del mismo dios, sólo que en formas diferentes, es una esperanza liberal optimista y confusa; pero esto es un disparate, como lo demuestra la comparación más superficial de las enseñanzas, las interpretaciones, los requisitos morales, los mitos de creación y las escatologías, en todas las cuales difieren las grandes religiones y se contradicen entre sí con frecuencia. La historia demuestra la claridad con la que las propias religiones comprendieron esto; la motivación para cientos de años de cruzadas cristianas contra el islam, los pogromos contra los judíos, y las inquisiciones contra los herejes, fue el deseo de borrar la heterodoxia y la ‘infidelidad’ o por lo menos imponer el cumplimiento forzoso con la ortodoxia imperante. Las diversas jihads del islam tenían el mismo objetivo, y se extendió a medio mundo mediante la conquista y la espada.
Donde pueden salirse con la suya –como en el actual Afganistán– los devotos siguen las mismas prácticas. La derecha religiosa en Estados Unidos, sin duda, haría lo mismo pero, en cambio, tiene que usar la televisión, el dinero, la publicidad y el lobby político para imprimir su versión de la verdad en la sociedad estadounidense. Sólo donde la religión está a la defensiva, reducida a una práctica minoritaria, sin un lugar asegurado en la sociedad, es que se presenta como esencialmente pacífica y caritativa.
Esta es la razón principal por la que permitir que las grandes religiones compitan unas contra otras por el dominio público es sumamente indeseable. La solución es hacer totalmente laico el dominio público, dejando la religión a la esfera personal, solo como una cuestión de convicción y practica privadas. La sociedad debe ser ciega a la religión, tanto en el sentido de que permita a las personas creer y comportarse como lo deseen, siempre que no hagan daño a los demás, y en el sentido de que actúe como si no existieran las religiones, y que los asuntos públicos sean de carácter estrictamente secular. La Constitución de EEUU proporciona exactamente esto, aunque el lobby religioso siempre está tratando de romperlo, por ejemplo, con oraciones en las escuelas. La concesión de fondos públicos para ‘iniciativas basadas en la fe’ de George W. Bush consigue romperlo, de hecho.
Secularizar la sociedad en Gran Bretaña significaría que cese la financiación gubernamental para escuelas religiosas y organizaciones y actividades basadas en la fe, al igual que la programación religiosa en la radiodifusión pública. Y significaría el desestablecimiento de la Iglesia de Inglaterra. Todas las leyes relativas a la blasfemia y el sacrilegio serían derogadas, y la protección de la creencia y la práctica privada quedaría relegada a las garantías legales y los recursos que ya existen en la ley y el estatuto común, y que ya son muy adecuados.
Si la sociedad no se seculariza, el resultado será un problema serio; porque a medida que la ciencia y la tecnología nos llevan aún más lejos de las antiguas supersticiones sobre las que se basan las religiones (una separación elocuentemente enfatizada por la actual polémica sobre clonación), las tensiones sólo pueden llegar a ser mayores. El debate ciencia-religión del siglo XIX es una escaramuza en comparación con lo que estamos invitando al permitir tanta presencia en el espacio público no sólo a la religión, sino a religiones que compiten entre sí. Ahora, pues, es el momento de poner la religión donde pertenece – en su totalidad en el ámbito privado, junto con otras supersticiones y manías, dejando el dominio público como un territorio neutral donde todos puedan reunirse como humanos e iguales sin prejuicios.