Mi profesor Sergio Ocampo Madrid sobre los días de fiesta:
Nuestro almanaque festivo perdió mucha de esa esencia, en parte por la Ley Emiliani (que trasladó varias fiestas religiosas para el lunes próximo), pero sobre todo porque desde siempre estuvo cargado en exceso de fiestas religiosas sin mayor trascendencia ni significado. Es un lastre de la Constitución de 1886, confesional y conservadora, y del triste concordato que estuvo vigente hasta 1993.
Siendo así, pregunto yo, qué sentido tiene para el país el 6 de enero como día de los Reyes Magos; el 19 de marzo como día de San José; el 13 de mayo, dizque de la Ascensión; el 3 de junio, Corpus Christi, o el 15 de agosto, día de la Asunción (sí, distinto de la Ascensión). Inclusive, qué sentido tiene el 10 de junio como día del Sagrado Corazón, si ya no somos el país del Sagrado Corazón, por mandato de la Corte desde el 94.
Preservar esas fechas es, por un lado, una infracción contra la libertad de credos que rige en Colombia, pero sobre todo es una forma de eternizar una pequeña farsa: la de tener fiestas y gozar del receso sin que la enorme mayoría tenga idea de qué se celebra.
Es cierto – el calendario colombiano tiene que deshacerse de los festivos religiosos y volverlos días hábiles. De paso, les recuerdo que cada día es un festivo ateo.
Lamentablemente, Ocampo hace excepciones a su propuesta, aduciendo relativismo cultural:
Con San Pedro y San Pablo, tampoco [me voy a meter], porque independiente del carácter religioso, esta fecha ha logrado derivar hacia manifestaciones muy fuertes de identidad regional y de cultura popular, con algunos de los festejos más bellos del país en la zona del Tolima Grande, pero también en sitios tan distantes como Sincelejo y Leticia.
Aquí tengo que disentir. En primer lugar, la “identidad regional” es una poderosa fuerza colectivista que siempre se materializa en amenaza para las libertades individuales, que tarde o temprano terminan siendo amputadas. Como cualquier nacionalismo, la identidad regional se basa en el nosotros contra ellos, en la exclusión del ‘diferente’ y el hecho de que la diferencia provenga de áreas geográficas divididas arbitrariamente termina haciéndola aún más peligrosa.
En segundo lugar, la base del laicismo es que el Estado no tiene por qué sugerir o promover unas preferencias entre su población, en detrimento de las alternativas – eso es decisión de cada quién. Y el argumento se puede (y se debe) extender a las preferencias materiales, tales como la música, la comida, el consumo de drogas, el arte, el estudio y la cultura. Tan malo es que el Estado favorezca la alta cultura, como que se erija en guardián de la cultura popular. Justificar así la violación del secularismo constitucional resulta derrotista.