En el capítulo La ilusión de validez de Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman aporta datos contundentes sobre la pobreza de cualquier tipo de predicciones. Básicamente, no podemos predecir nada.
Kahneman remata el asunto con esta anécdota (pgs. 282-283):
Hace unos años se me presentó una oportunidad única de examinar de cerca la ilusión de sagacidad financiera. Me habían invitado a hablar a un grupo de asesores financieros de una empresa que ofrecía asesoramiento y otros servicios a clientes acaudalados. Solicité algunos datos para preparar mi ponencia, y me proporcionaron un pequeño tesoro: una hoja de cálculo que resumía los resultados de inversiones realizadas por unos veinticinco asesores anónimos en ocho años consecutivos. Las cuentas por asesor y año eran, en cada uno de ellos (la mayoría eran varones), el principal factor determinante de sus dividendos al cabo de un año. Clasificar a los asesores por sus resultados anuales y determinar si había entre ellos diferencias persistentes en aptitud, y si los mismos asesores obtenían regularmente mejores rentabilidades para sus clientes año tras año fue tarea fácil.
Para responder a esta pregunta, calculé los coeficientes de correlación entre las clasificaciones por cada par de años: el año 1 con el año 2, el año 1 con el 3, y así sucesivamente hasta el año 7 con el año 8. En total fueron 28 coeficientes de correlación, uno por cada par de años. Conocía la teoría y estaba preparado para encontrar pocas evidencias de persistencia de aptitudes. Todavía me sorprendía que la media de las 28 correlaciones fuese .01. En una palabra: cero. No se encontraron correlaciones consistentes que indicasen diferencias de aptitud. Los resultados se asemejaban a lo que se esperaría de un juego de dados, no de un juego de inteligencia.
Nadie en la firma parecía ser consciente de la naturaleza del juego que sus inversores estaban jugando. Los propios asesores creían que eran profesionales competentes desempeñando una profesión seria, y eso creían también sus superiores. La noche anterior al seminario, Richard Thaler y yo cenamos con algunos de los principales ejecutivos de la firma, que son los que deciden según la magnitud de los dividendos. Les pedimos que estimaran la correlación entre año y año en las estimaciones de asesores individuales. Ellos creían conocer lo que ocurría y sonrieron cuando dijeron: “No muy altas” o “La rentabilidad sin duda fluctúa”. Pero enseguida vi con claridad que ninguno esperaba que la correlación media fuese cero.
Nuestro mensaje a los ejecutivos de cuenta era que, al menos cuando se gestionan carteras de acciones, la firma recompensaba la suerte como si fuese una aptitud. Esto habría sido algo chocante para ellos, pero no lo fue. No hubo señal de que no nos creyeran. ¿Cómo no nos hubieran creído? Porque habíamos analizado sus propios resultados, y ellos eran lo bastante perspicaces unas implicaciones que nosotros cortésmente nos abstuvimos de detallar. Todos continuamos con calma nuestra cena, y no dudé de que nuestras conclusiones y sus implicaciones eran rápidamente barridas bajo la alfombra, y de que la vida en la firma continuaría como antes.
Así que ya saben: si tienen algo de dinero extra, les da igual jugarlo a los dados que ir donde su corredor de bolsa – los ‘expertos’ no pueden superar al mercado en predecir el propio mercado.