Ya vimos la carta defendiéndose que Salman Rushdie habría enviado al Sunday Telegraph, si hubiera podido, durante los años que pasó bajo protección policial.
Entre otras de las cartas que le habría gustado escribir estaría la dirigida al rabino Immanuel Jakobovits:
Apreciado rabino jefe Immanuel Jakobovits:
He vistiado al menos una universidad en la que a los jóvenes judíos se les enseñaban rigurosa y sensatamente, los principios y las prácticas del pensamiento sensato y riguroso. Las suyas eran algunas de las mentes jóvenes más impresionantes y afiladas con las que me he encontrado, y me consta que ellos comprenderían lo peligroso e impropio que es establecer equivalencias morales falsas. Es una lástima que un hombre a quien ellos podrían ver como un líder haya acabado siendo tan descuidado respecto al debido proceso de la mente. “Tanto el señor Rushdie como el ayatolá han abusado de la libertad de expresión”, dice usted. Así, una novela que, guste o no guste, es, en opinión de al menos unos cuantos críticos y miembros de jurados, una obra de arte seria, se equipara con un descarnado llamamiento al asesinato. Esto debería denunciarse, tachándose de comentario manifiestamente ridículo; en cambio, rabino jefe, sus colegas el arzobispo de Canterbury y el papa de Roma han afirmado en esencia lo mismo. Todos han exigido la prohibición de toda ofensa a las sensibilidades de cualquier religión. Ahora bien, a una persona ajena, una persona sin religión, podría parecerle que las distintas reivindicaciones de autoridad y autenticidad expresadas por el judaísmo, el catolicismo y la Iglesia de Inglaterra se contradicen entre sí, y entran en conflicto también con las reivindicaciones expresadas por el islam y en nombre del islam. Si el catolicismo es “verdadero”, la Iglesia de Inglaterra debe ser “falsa”, y de hecho se han librado guerras porque muchos hombres -y reyes, y papas- creían precisamente eso. El islam niega categóricamente que Jesucristo sea el hijo de Dios, y muchos sacerdotes y políticos musulmanes exhiben abiertamente sus posturas antisemitas. ¿Por qué, pues, esta extraña unanimidad entre polos aparentemente irreconciliables? Piense, rabino jefe, en la Roma de los césares. Lo mismo que ocurrió con ese gran clan quizá ocurra ahora con las grandes religiones del mundo. Por más que se detesten entre sí y pretendan hundirse mutuamente, todos ustedes son miembros de una misma familia, ocupantes de la únca Casa de Dios. Cuando tienen la impresión de que la propia Casa se halla amenazada por simples personas ajenas, por legiones de irreligiosos condenados al infierno, o incluso por un novelista de ficción, cierran ustedes filas con impresionantes presteza y celo. Los soldados romanos, al entrar en combate en formación cerrada, formaban un testudo, o tortuga, creando los soldados del contorno muros con sus escudos mientras los del centro levantaban los escudos por encima de la cabeza para crear un tejado. Análogamente usted y sus colegas, rabino jefe Jakbovits, han formado una tortuga de la fe. Les da igual lo absurda que sea la imagen que ofrecen. Lo que les preocupa es que el muro de la tortuga sea lo bastante sólido para resistir.