Como mencioné, estoy leyendo Joseph Anton, la autobiografía de Salman Rushdie.
Parte de lo que no podía hacer, como consejo de seguridad, era hacer declaraciones defendiéndose de la difamación de la que era víctima, así que “cayó en la cuenta de que componía cartas en su cabeza y las lanzaba al éter, como las discusiones del Herzog de Bellow con el mundo, medio delirantes y obsesivas, cartas que en realidad no podía enviar”.
Apreciado Sunday Telegraph:
El plan de ustedes para mí es que busque un refugio seguro y secreto en, quizá Canadá, o en una parte remota de Escocia donde los lugareños, siempre alertas a la presencia de forasteros, vean venir a los malos; y en cuanto haya encontrado mi nuevo hogar debo mantener la boca cerrada hasta el fin de mis días. La idea de que no he hecho nada malo y, como hombre inocente, merezco vivir mi vida tal como yo decida obviamente se ha contemplado y eliminado de su gama de opciones. Aun así, curiosamente, esa es la absurda idea a la que me aferro. Como niño de gran ciduad que fui, la verdad es que nunca me ha gustado el campo (excepto en breves ráfagas), y el frío es otra de las cosas que me disgustan desde hace tiempo, lo que descarta tanto Escocia como Canadá. Tampoco se me da bien mantener la boca cerrada. Si alguien intenta amordazar a un escritor, señores, ¿no coinciden ustedes -como periodistas que son- en que la mejor respuesta es no dejarse amordazar? ¿Hablar, si cabe más alto y más audazmente que antes? ¿Cantar (si uno es capaz de cantar, y confieso que no es mi caso) con voz más hermosa y mayor atrevimiento? ¿Estar, si cabe, más presente? Si no lo ven así, les presento mis disculpas de antemano. Ya que ese es mi plan.