No sólo Dios no está muerto, sino que en pleno siglo XXI arrecian en el planeta los conflictos religiosos. La religión y la política se fusionan en un explosivo coctel donde la fe se convierte en faro de políticas de Estado y de causas de lucha, demostrando que la religión, que hace parte integral de la cultura de los pueblos, no puede ser relegada así lo quieran intelectuales y políticos.
Ojalá los políticos quisieran relegar la religión, pero lamentablemente este no es el caso, pues toda superstición viene muy bien a la hora de gobernar y ganarse fácilmente la simpatía de un amplio grupo de votantes.
Y es que precisamente, todos los conflictos que menciona Peckel, se deben precisamente a que, o bien los países no han instaurado el laicismo como un principio rector de sus políticas públicas, o bien, lo ignoran olímpicamente.
Para que la civilización sobreviva es necesario mantener la religión a raya y eso significa sacarla -a patadas si es necesario, lo que sería dulcemente apreciado por acá- de todas las funciones públicas.
Permitir que un conjunto de creencias absolutamente delirantes, que afirman tener la verdad absoluta, hagan parte del Estado -y dictaminen sus políticas- sólo puede llevar al caos, como lo pudo apreciar Peckel.