Una vez más asistimos a la premiación de la delincuencia en Colombia. Esta vez es por cuenta de Antonio Caballero, quien en su columna Hacer política demuestra que a pesar de tener la capacidad para entender y condenar los actos terroristas, simplemente llega a conclusiones equivocadas.
Y no es el único. Todos los análisis que he leído sobre el dichoso marco jurídico para la paz (esto es, marco jurídico para la impunidad), se enfocan siempre en la pregunta equivocada (¡y la responden mal!). Caballero no es la excepción:
Para esa reconversión a la política de los combatientes armados se necesita, más que un ‘marco jurídico para la paz’ como el que se tramita actualmente en el Congreso, un marco político. El ‘jurídico’ más se parece a un marco para la continuación de la guerra: un adefesio como la ‘ley de justicia y paz’ que se tejió en su momento para los paramilitares y que entonces llamé aquí ‘ley de injusticia y guerra’ (SEMANA, 14 de agosto de 2005). Por eso hace mal el presidente Juan Manuel Santos cuando cede a las exigencias que plantea por Twitter su antecesor Álvaro Uribe y proclama que “ni Timochenko ni ninguno de los jefes de la guerrilla van a llegar a cargos de elección popular por causa de este acto legislativo. Eso simplemente no es posible”. Así está cerrando la puerta del ejercicio de la política por los alzados en armas si renuncian a las armas, aunque a la vez asegure que en su bolsillo sigue estando la llave de la paz.
En primer lugar, la ley de justicia y paz -eufemismo perfectamente desenmascarado por Caballero- también acogió a los guerrilleros. No fue exclusivam para los paramilitares.
En segundo lugar, ¿quién dijo que lo que importa es que los guerrilleros lleguen los cargos de poder, que se puedan lanzar en elecciones al Congreso, a la Presidencia?
¡Ese no es el problema! Nuestras instituciones están colmadas de hampones, que son elegidos y reelegidos cuando no entre ellos, por los ciudadanos. Si hoy permitimos que los terroristas se lancen a elecciones, mañana mismo serían elegidos, a ojo cerrado, sin necesidad de hacer campaña.
Nuestra sociedad tiene una facilidad aberrante para elegir a los delicuentes, a sus amigos y a sus portavoces. No hay que dejarse engañar por la falsa dicotomía del espectro político. Tenemos un expresidente que tuvo estrechos vínculos no muy claros con Pablo Escobar, tenemos un Presidente que en su momento se reunió con los terroristas para llegar a una salida negociada (¡otra, también fallida!); tenemos al Partido Conservador que es un hatajo de enajenados mentales al servicio de esa empresa criminal que es la Iglesia Católica; está el Polo Democrático Alternativo que tiene entre sus primeros representantes al bueno para nada de Jaime Dussán -quien dijo que su Partido no estaba en contra de las Farc-; está el Procurador Ordóñez, que es la más fiel copia de la Inquisición y uno de sus electores, Gustavo Petro, elegido como alcalde de Bogotá.
Está ese esperpento jurídico que es el PIN, el partido paramilitar, que tiene varios escaños en el Congreso; y están todos los antiuribistas que botaron su voto en esa auxiliadora del terrorismo que es Piedad Córdoba.
No. Aquí es pan de cada día que un hampón llegue a un cargo público de las altas esferas. Eso no es lo que a mí me preocuparía. ¿Qué cambiaría? Nada: criminales robando con patente de corso.
Esto es lo que me preocupa a mí sobre el mal llamado marco jurídico para la paz: independientemente de que estos tipos puedan lanzarse a cargos de elección popular, antes de eso necesitan tener los derechos ciudadanos vigentes. Y para eso se requiere que sean reconocidos como honorables ciudadanos. ¡Y lo siento, yo no puedo hacer eso!
Que el tipo que en 10 años va a ser mi vecino, hoy esté sembrando minas antipersona ¡ése es mi problema! Que ese tipo abriendo una panadería en mi barrio en 15 años, hoy esté descuartizando seres humanos a punta de motosierra ¡ése es mi problema! Que de aquí a cuatro lustros, el tipo que atienda a mi mamá en el banco o la lleve en un taxi hoy esté violando campesinas a las que el Estado no protege, ¡ése es mi problema! Que en unos años, el empleador de mi hermano sea alguien que hoy se encuentra jugando fútbol con la cabeza de los campesinos que extorsionó durante 20 años, ¡ése es mi problema!
Ser ciudadano colombiano es una degradación humana en sí misma, pero igualar y poner al mismo nivel a los ciudadanos que no hemos cometido delitos, que respetamos la vida humana, que alentamos el ejercicio de las libertades civiles, con despóticos salvajes capos, a quienes no les interesa la impunidad, porque no quieren vivir bajo leyes que no les permitan seguirse lucrando del narcotráfico y tienen como excusa que están en una lucha social, es llevar esa degradación a un extremo cínico que sólo se le podría pasar por la cabeza a los hampones que tenemos en los cargos públicos.