Las teorías de la conspiración son una mezcla de prejuicios y falta de información, o sea, que en últimas son destilaciones de la ignorancia. Los conspiranóicos se caracterizan por no aportar pruebas que sustenten sus fantásticas afirmaciones y por no aceptar evidencias que las refuten. Es más: ¡admiten a la vez postulados mutuamente contradictorios!
Siempre están hablando de poderes ocultos, de manipulaciones, de la “desinformación de los medios” que están al servicio de perversos intereses que no atinan a señalar sino vagamente y de manera general. Es curioso que toda la retórica en pro de negociar con los terroristas esté impregnada de este tipo de lenguaje:
Deberíamos invertir la indignación y el rechazo a la violencia en la construcción de espacios para la convivencia, en presionar y exigir el fin de la guerra. No es fácil porque hay sectores muy poderosos —armados y desarmados— que se oponen a la negociación y favorecen la guerra, y porque la coca y la explotación minera ilegal con que se financia la guerrilla contribuyen a prolongarla.
No es la primera vez que veo que alguien esgrime ese argumento de “sectores muy poderosos” que “se oponen a la negociación” y “favorecen la guerra”. Yo no califico ahí, porque a pesar de oponerme a que bajemos las armas y que dejemos que reine la impunidad, no soy poderoso.
Simplemente soy un ciudadano común y corriente que quiero hacer respetar el Estado de derecho y que se llegue a la paz sin que para eso tengamos que sacrificar lo escasamente rescatable de este país.
Y es que aún si existieran esos “sectores muy poderosos”, eso no es excusa para simplemente dejar de perseguir a una banda de criminales. Para hacer algo así debería existir un mandato constitucional que permita al Gobierno poner en peligro a sus ciudadanos, a manos de delincuentes; o un imperativo jurídico que exija negociar con criminales, en vez de perseguirlos, como es la tarea del Estado.
Así como no acepto que existen reptilianos o Illuminatis tratando de gobernarnos y esclavizarnos, tampoco acepto la existencia de “sectores muy poderosos”, que es un lenguaje terrorista en sí, encaminado a sembrar el miedo. Además es un arma retórica cobarde, pues cultiva el pánico contra un actor indeterminado, contra un interrogante, contra nadie específico.
Algunos podrán decir que Álvaro Uribe y que la existencia de la guerrilla era un aliciente para elegirlo. Pues deberían ir abriendo los ojos, porque ya se van a cumplir dos años de que Uribe dejó el cargo. Otros dirán que Santos y podrían irme señalando a todos y cada uno de los que han sido presidentes.
En primera instancia, son ellos los que tienen que probar que cada nombre que van agregando a la lista tiene intereses y actuó conforme a esos intereses para mantener el estado bélico.
En segunda instancia, entonces la pobreza, el desempleo, la inflación y básicamente cualquier problema de cualquier país es algo que un dirigente está interesado en preservar para satisfacer su propio “sector muy poderoso”, lo que es una afirmación de por sí gratuita y falaz.
Y en tercer lugar, no estaría de más que estos conspiranóicos pacifistas aportaran evidencias de por qué están tan convencidos que los capos de las guerrillas terroristas abandonarán su lujosa vida y su lucrativo negocio sólo porque con su calidad de vida estén desangrando a Colombia. No es como si antes les haya importado ni ahora les haya empezado a importar. ¿Con base en qué evidencia escriben como si algo hubiera cambiado y a estos asesinos les hubiera remordido una consciencia que nunca han tenido?
Hasta que no aporten todo ese material probatorio, ciertamente están delirando cada vez que reafirman su convicción en la impune salida negociada al conflicto.