No son pocas las referencias que en la cultura popular igualan el sexo con lo espiritual. De hecho, si mal no estoy, Enrique Iglesias describe el sexo como una “experiencia religiosa”.
Esto es muy irónico y contradictorio en vista de que las religiones, por definición, están en contra del sexo y la libertad sexual y condenan las relaciones que no sean con el exclusivo propósito de procrear. Pues ya era hora de que alguien, Chris Hall, pusiera esa enfermiza comparación en su sitio:
Una de las cosas que me hace rechinar los dientes de lo que un viejo amigo de San Francisco llama la “Konfederacy Kinky” (Konfederación Pervertida) -la vaga asociación de homosexuales, kinksters, fetichistas, swingers, pornógrafos, trabajadores sexuales y pervertidos que se reúnen bajo la ética de la positividad del sexo- es la idea de que el sexo de alguna manera debe ser “espiritual”. Tan conmovedor y poderoso e importante como el sexo puede ser para mí, el sexo no es espiritual para mí – en lo más mínimo. Más al punto, no creo que debería serlo.
A primera vista, decir eso podría sonar como si me acabara de declarar en contra del buenrollismo y los arrunches. Y ese es el problema: la “espiritualidad” es tan vaga que no dice nada significativo, pero te sigue proporcionando cálidos sentimientos difusos en tu interior. Es uno de los buenrrolismos del español – y ¿qué tipo de enfermo, hijo de puta sin corazón podría estar en contra del buenrollismo?
Bueno, yo. Creo que cualquier cosa que se pudiera llamar sexo-positiva en algún sentido significativo tiene que ser estrictamente anti-buenrollista. Yo iría aún más lejos: creo que todo el punto de ser sexo positivo es buscar el buenrollismo del sexo y el género, retorcer su pequeño cuello, desollarlo, y clavar los dientes en la carne condimentada. El hecho de que poner la sexualidad en el ámbito de lo místico sea muy, muy popular en las comunidades sexo-positivas, definiéndolo como “espiritual” o “sagrado” no me hace sentir difusamente cálido, sino que me produce una desazón aletargada porque lo que realmente escucho es vergüenza. Escucho a la gente inventando excusas para sus perversiones y su placer. Toda esa charla acerca de que la sexualidad está envuelta en lugares comunes sobre la espiritualidad, la magia, o la trascendencia muestra cuán profundamente hemos fallado en ser capaces de hablar sobre el placer sexual como algo bueno en sí mismo, sin ningún tipo de excusas.
Probablemente el mayor obstáculo que enfrenta cualquier persona que piensa o escribe acerca de la sexualidad es que el cuerpo siempre es sospechoso. La idea de que nuestros cuerpos son inherentemente defectuosos y corruptos y que lo que importa es nuestro yo abstracto -llámese alma, espíritu, mente, o lo que sea- es sólo un poco menos universal que 1 +1 = 2. Es central en las enseñanzas religiosas de la Iglesia Católica y del Dalái Lama, pero también está atado a ideas más seculares de feministas que escriben sobre objetificación, y los transhumanistas que anhelan el día en que puedan subir su conciencia a una nube de nanobots.
Nuestros cuerpos pueden ser vistos, oídos, sentidos, pesados. Ellos sangran, sudan y cagan y se vienen. Con el tiempo envejecen y mueren. Y bizarramente, esa misma sustancia es por lo que son considerados las partes más superficiales de nosotros. Tal vez la parte más enferma, más perversa del legado de la religión es la mentira de que los seguidores deben ignorar su sufrimiento terrenal en favor de la felicidad que vendrá en la otra vida, cuando pueden dejar atrás la impureza sucia de la envoltura mortal. Greta Christina, hablando de este mismo tema, resume la dualidad que persigue incluso a aquellos de nosotros que combatimos el puritanismo con uñas y dientes:
Una de las alegorías centrales de la religión es que ser una persona religiosa te hace una buena persona, casi por definición. Dios es bueno, supuestamente, por lo que cuanto más cerca estés de Dios, mejor persona eres. Y relacionado con esto está la noción de que ser una persona espiritual significa estar conectado con la parte más real, y más importante, de la vida y la existencia. El mundo material está vacío, de acuerdo con esta alegoría; una mera cáscara de la cremosa bondad metafísica que se encuentra dentro. Concentrarse en el mundo material te hace superficial en el mejor de los casos, centrarte en lo espiritual te hace profundo.
Todos los libros y talleres de paganismo, tantra, meditación, sexo sagrado, y la magia del sexo BDSM representan un paso hacia atrás. Son formas muy convenientes de racionalizar el placer sexual al permitir que la gente afirme que se trata de “algo más” que simplemente hacer que su cuerpo se sienta bien. Todo el sudor y semen y los jugos y la deliciosa confusa carnalidad de las relaciones sexuales son empujados nuevamente dentro del clóset favoreciendo abstracciones más pulcras para que podamos creer que no sólo somos hedonistas superficiales. Y eso nos lleva de vuelta al punto de partida, donde nuestros maestros, sacerdotes, y padres nos dijeron que el sexo era bueno -o al menos aceptable- cuando se hace por cualquier otro motivo que no sea el placer físico.
No podemos permitir que el sexo sea sagrado. Las cosas sagradas se sientan en altares para ser adoradas desde lejos, no para convertirse en parte de la vida cotidiana. No están para ser tocadas, para jugar con ellas, para acariciarlas, para burlarse de ellas, ni para ser examinadas o cuestionadas. No bajan al polvo y la suciedad en que vivimos todos los días. Lo sagrado se mantiene a salvo tras el velo de misticismo y respeto. Mantener el sexo detrás de ese velo no sólo es represivo y aburrido, es fatal. En los años 80 y 90, cuando ser “sexo-positivo” comenzó a convertirse en una idea popular, los costos de ser deshonestos sobre el sexo fueron mayúsculos no en palabras, sino en miles y miles de ataúdes – los que murieron en la epidemia del SIDA. En medio de eso, los feministas y los moralistas religiosos se aferraban por igual a la idea de que podían mantener sus deseos cuidadosamente contenidos en esta casilla o aquella, hecha bonita con pétalos de rosa y lentes embadurnados de vaselina. Hablar de rarezas, perversiones, placer y salud -de manera abierta y sin vergüenza- no era simplemente para encontrar mejores maneras de follar, era de vida o muerte.
La popularidad del misticismo en las comunidades de sexualidad alternativa silencia ese tipo de discusión radical sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Uno de los buenrrollismos más populares portados por personas que se estereotipan a sí mismos como educadores es “energía”. Divorciada de cualquier conexión con la física o la química, la “energía” es una palabra universal, vaga, anónima que significa lo que el hablante o el oyente quieren que signifique. Cuando los educadores siguen hablando de “energía” en lugar de sumergirse en el meollo de la cuestión de la circulación, los músculos, la digestión, o de otras funciones corporales, me recuerda a mis padres y maestros refiriéndose cortésmente a los genitales como “ahí abajo”. Aprender lo complejo e individual que en realidad era “ahí abajo” representa una de las partes más reveladoras de mi educación sexual.
El sexo no es espiritual. No hay ningún dios presente cuando beso a alguien, ninguna diosa allí cuando le hago sexo oral a esa persona. Ni mi erección, ni mi orgasmo son una devoción a los espíritus. Cada pedacito de ello me pertenece a mí y a ellas, y a nadie más. Cuando puedes tener algo así, ¿por qué querrías bordarlo con cuentos de hadas y eufemismos?
¡Agradezco a Carmen Chase por su colaboración con la traducción del artículo!
(visto en Greta Christina)