Desde la segunda mitad del siglo XX muchos pseudointelectuales han venido a mancillar el nombre de la Razón, atacar la Ciencia como monopolística y acusar al modernismo de conformar la “religión del progreso”.
Ellos son, claro, la base teórica del posmodernismo, gracias a quienes la palabra “occidental” se convirtió en insulto en vez de halago y que reivindican aberrantes despropósitos como el multiculturalismo, la pseudomedicina y el consagramiento de la tradición por encima de la libertad o la calidad de vida.
Al respecto, Alejandro Gaviria tiene unas geniales palabras que suscribo en su totalidad:
La educación básica es casi universal. La ropa de algodón, que era considerada un lujo en los años cincuenta, es ahora una mercancía corriente. El consumo per cápita de huevos se multiplicó por cinco. En las zonas urbanas, el porcentaje de viviendas con piso de tierra pasó de 25% en el censo de 1951 a 3% en el censo de 2005. Pero no hay que ir tan atrás en tiempo para vislumbrar la mejoría. Hace 40 años, un litro de leche costaba el equivalente a 9% del salario mínimo semanal, hoy cuesta el equivalente a 2%. Hace 20 años, miles de mujeres hacían cola diariamente en el centro de Bogotá para llenar sus galones de cocinol, hoy la mayoría de los hogares pobres de la capital cuenta con gas domiciliario.
No sé de qué manera llamarán los lectores a los cambios descritos, pero yo sólo encuentro una palabra: progreso. Desigual, limitado e insuficiente, pero progreso al fin y al cabo. Sin embargo, la sola mención de la palabra “progreso”, así los hechos sean irrefutables, produce todo tipo de reacciones airadas. Muchos denigran del avance material, romantizan la pobreza, disfrazan la condescendía de simpatía: sí, ya usan zapatos, pero perdieron las tradiciones, olvidaron sus raíces, se sumaron al inmoral hormiguero de la modernidad. Otros consideran inadecuado, ofensivo incluso, medir el progreso con base en el pasado. Para ellos el único referente es la utopía, un mundo idealizado, “un paraíso de cucaña” como decía Estanislao Zuleta: sí, ya no usan cocinol, pero la educación universitaria todavía no es universal.
“Reaccionarismo posprogresista” ha llamado el ensayista catalán Jordi Gracia a esta tendencia. “Es un reaccionarismo complejo y difuso pero, como todos los reaccionarismos, débil y rencoroso”. Y paradójico, agregaría yo. En esta época extraña, los llamados progresistas desprecian o minimizan el progreso. El de los demás, por supuesto.
Hay una pareja amiga posprogresista, cuya amistad casi pierdo en una discusión sobre este tema. Al respecto, sólo me queda repetir la aguda inquietud que manifestó Ethan Allen, que habría sido buen complemento del artículo de Gaviria:
Los que invalidan la razón deberían considerar seriamente si discuten contra la razón con o sin ella; si es con razón, entonces están estableciendo el mismo principio que se afanan por destronar; pero, si discuten sin razón (lo que, a fin de ser coherentes con ellos mismos deben hacer), están fuera del alcance de la convicción racional y tampoco merecen una discusión racional.