A diferencia de las religiones, el ateísmo no establece guías morales para nadie, ni dice qué está bien y qué no. Así, cualquier postura ética reprochable que hallemos en las religiones no puede estar entre las propuestas del ateísmo, cuya propuesta es una sola: dios no existe, ninguno de ellos.
De hecho, el comportamiento reprochable de Stalin fue, cómo no, religioso:
Stalin (1879-1953) se formó en un seminario, y aprendió bien sus lecciones de manipulación y control mental. Sabía que la mejor forma de sofocar la disidencia y de quebrar la voluntad del pueblo era privarlo de aquello que valoraba más. La religión, por ser tan importante en la vida del pueblo ruso, era el blanco perfecto. Al privar a la gente de la muleta de la religión, él sabía que podía aplastar su espíritu.
No hay elementos de libre pensamiento (el fundamento del ateísmo) en la filosofía soviética. Stalin con toda seguridad no estaba familiarizado con las bases humanistas del ateísmo; su meta era la creación de un estado totalitario en el que él sería el nuevo dios, cuyos dictados no debían cuestionarse. Los derechos individuales, tan esenciales al libre pensamiento, eran desconocidos en la Rusia soviética.
Las masacres que tuvieron lugar durante el reinado de Stalin se cometieron en el nombre del estatismo, no del ateísmo, y el estatismo es un subproducto del modo de pensar fundamentalista religioso.
Toda religión, desde tiempo inmemorial, ha reconocido el papel que juega la religión en sofocar el desacuerdo y en tener quieta y sumisa a la gente. Carlos I de Inglaterra, por ejemplo, dijo una vez que “la religión es el único fundamento firme del poder”.
Stalin no quería compartir ese poder con nadie. Reconociendo que la Iglesia era el único rival significativo para su supremacía, él la atacó. Sus ataques no tenían nada que ver con diferencias ideológicas; era meramente cuestión de erradicar lo que él percibía como una amenaza.
La prueba definitiva de que Stalin no actuaba en base a principios ateos pudo verse cuando sonaron los primeros disparos de la Operación Barbarroja en la Segunda Guerra Mundial. Las cosas no iban bien para los ejércitos rusos por ese entonces, y Stalin, previendo una posible revolución en el frente doméstico, buscó formas de amasar una amplia base de apoyo para el esfuerzo bélico. Para lograrlo, reinstituyó la jerarquía de la Iglesia Ortodoxa para servir a la “Madre Rusia”. Esto muestra que Stalin de ningún modo era reacio a promover la religión si hacerlo servía a sus propósitos.
Evidentemente, la tiranía de Stalin se basaba en las premisas totalitarias que aprendió de la religión: obediencia ciega, reverencia a una figura divina (en forma humana), así como una visión utópica de castillos en el aire. Su gobierno nunca toleró la libertad de pensamiento. Las políticas de Stalin fueron la antítesis de la filosofía atea.
Alguna vez, haciendo algo que no debía hacer -discutir con un creyente, esperando que este estuviera a la altura de un debate racional-, me encontré con una formulación algo tonta y desesperada por parte de él -y que, por cierto, es más común de lo que uno esperaría-.
Él aseguraba que la homofobia no tenía raíces cristianas por cuanto Stalin también había perseguido a los homosexuales (?). Esta premisa nacía de la falsa concepción de que “el ateísmo también promueve un comportamiento éticamente objetable”, en donde el “también” es tomado bastante a la ligera y nunca sirve como un llamado a la introspección.
En muchas ocasiones he oído que porque Stalin hizo esto o aquello entonces el ateísmo es causa de eso o aquello. Esto por supuesto responde a una completa ignorancia sobre lo que es el ateísmo. La ignorancia es atrevida, sí que lo es.