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El Imperio de la Ley contra el Terrorismo

En muchas ocasiones me han tratado de fascista, derechista, ultraderechista y demás por el hecho de estar a favor de terminar el conflicto colombiano por la vía armada (incluso han aprovechado mis ataques a la derecha para querer hacerme pasar por hipócrita).

El problema no es que yo esté convencido de que bajo ninguna circunstancia se deba negociar con terroristas, sino que esa es la ley. Yo no estoy haciendo más que pedir que el Estado cumpla la ley. La Constitución establece que Colombia es un Estado Social de Derecho, o sea que el Estado debe someterse al imperio de la Ley. Atacarme por defender eso es como atacarme por exigirle al vicepresidente Garzón que no aproveche su puesto para promover sus creencias. La Constitución establece un Estado aconfesional, es decir laico, lo que en la práctica significa que ningún agente del Estado puede ni debe promover sus personalísimas creencias.

Aquí no es mi punto de vista el que está en juego sino el respeto a la ultrajada Constitución por parte de todos los actores sociales y del conflicto: nadie parece querer darse cuenta de que la Constitución dota al Estado no sólo con el monopolio de las armas sino también con unas Fuerzas Armadas que están en la obligación de proteger a los ciudadanos. Sí, la Constitución establece que el Estado tiene esa obligación. Sin embargo todo el mundo sigue insistiendo en que se debe acabar el conflicto a través de la negociación con terroristas y criminales, permitiéndoles casi que elegir cuánta pena quieren pagar.

Por eso me ha emocionado leer que tanto la politóloga Claudia López como el ex Fiscal General de la Nación y ex Procurador Alfonso Gómez Méndez hacen un llamado a que el Estado se atenga al imperio de la ley y recogen brevemente la infructuosa historia del país cuando ha negociado con terroristas.

Él recopila la historia de los intentos de negociación -fallidos, por supuesto-:

A todas estas expresiones del delito, en algún momento de nuestra historia se les ha entregado a pedazos la ley o la aplicación de la justicia. Muchas guerras civiles tuvimos en el siglo XIX a pesar de innumerables leyes de amnistía.

A raíz de la Violencia liberal-conservadora, Rojas Pinilla dictó un decreto que perdonaba por igual a guerrilleros y a agentes del Estado que se hubieran “excedido en su defensa”.

Durante el Frente Nacional, Alberto Lleras Camargo también expidió normas sobre amnistía e indultos para conseguir la pacificación.

Belisario Betancur, a través de una amplia amnistía, logró un año de tregua con las Farc, hecho que permitió el surgimiento de la Unión Patriótica, ahogada en sangre por la que el presidente Santos llamaría hoy tenebrosa “mano negra”.

Al M-19 se le concedieron dos leyes de amnistía, que comprendían actos de ferocidad y barbarie tan escalofriantes como la toma del Palacio de Justicia.

Antes de seguir, valga recordar que esos pactos con el M-19 -los dichosos Acuerdos de Corinto-, se llevaron a cabo 15 meses antes de que el grupo terrorista se tomara el Palacio de Justicia, lo que terminó con la muerte de casi todos los magistrados la Corte Suprema de Justicia presidida por Alfonso Reyes Echandía.

Sigue Gómez:

Para frenar el narcoterrorismo, aun antes de que la Constitución prohibiera la extradición -su mayor exigencia al Estado-, se suspendió por decreto legislativo la posibilidad de que los mafiosos fueran extraditados.

Pablo Escobar dijo que se entregaba “por la paz de Colombia”, después de que se le llevó el texto que suprimía del ordenamiento superior la extradición de nacionales. Se le permitió hacer condicionamientos para su sitio de reclusión y hasta que “vetara” a la Policía como su guardián.

El Congreso expidió la Ley 81 de 1993, básicamente orientada a desmantelar el cartel de Cali, en virtud de la cual se establecieron grandes beneficios por confesión, sentencia anticipada, colaboración con la justicia y hasta por trabajo o estudio.

López, por su parte remata con:

El cuento de la desmovilización de los narcos siempre está precedido de una ola de violencia que presiona el llamado a la paz, luego tenemos un respiro y tensa calma y posteriormente retornamos a un incremento de la violencia, en el que volvemos a afirmar indignados que no negociaremos con narcos y criminales. Un clásico cuadro de ciclotimia.

Las tretas para caer en el cuento de la desmovilización de los narcos son de variado estilo. Que de queridos nos iban a pagar la deuda externa. Que nos iban a entregar la plata y las rutas. Y el último cuento fue que iban a reparar a las víctimas y contar la verdad. Terminamos en que los extraditaron los cómplices de su verdad y en que a las víctimas las estamos reparando con nuestros impuestos.

Y yo pago mis impuestos para que el Estado haga cumplir la Constitución -protegiendo a sus ciudadanos- y no para que ofrezca atajos a la ley y negocie si los criminales se entregan a la justicia o no. Es su obligación hacerlo y si no lo hacen, la justicia debe perseguirlos. Así funciona un Estado. Ateniéndose al imperio de la ley y sometiéndose a él. Y es curioso que yo lo afirme, porque es lo mismo que concluyen ambos columnistas:

¿No es hora ya de pensar que la mejor manera de conseguir la paz es aplicando la justicia? ¿No es mejor fortalecer el aparato judicial para que, sin esguinces, sin arrepentidos y sin concesiones, se construyan procesos sólidos y efectivos contra los delincuentes de tan diverso pelambre que padecemos?

En el plano nacional hace falta que de una vez por todas entendamos que lo que funciona contra las mafias no es la desmovilización falaz sino la justicia eficaz. Y que cada desmovilización falaz deja a la justicia como un hazmerreír y al resto de la sociedad más desprotegida frente a la presión de la siguiente generación mafiosa.

Y es que así es: sólo el Estado inepto e incapaz de proteger eficazmente a sus ciudadanos es el que negocia con terroristas, el hazmerrerír.

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