No es que yo esté buscando países recónditos con misteriosas e intrigantes historias. Ya hablamos de Kiribati, el primer país que será tragado por el mar y ahora me encuentro con este.
En la edición de Marzo de la revista Cartel Urbano leí un reportaje sobre Suazilandia: El Último Reino Africano, de Salim Fayad.
Suazilandia era un protectorado británico que se independizó en 1968 y a partir de entonces han convertido en realidad el sueño mojado de cualquier relativista cultural: vivir según sus propias costumbres.
He aquí un vistazo a las maravillas que suponen ceder ante el chantaje emocional y las histéricas e infundadas acusaciones de racismo y sobreponer las más dispares tradiciones culturales de un pueblo a la civilización del resto del mundo:
¿Un mercado de mujeres? ¡Claro que no! –dice Mandla con un aire de indignación. Según él, la Danza de los Juncos ha sido malinterpretada como una ceremonia en la que el monarca, cuyas mujeres ya suman catorce, escoge cada año una nueva doncella para desposarla–. El fin de este evento –continúa Mandla– es rendir culto a la mujer suazi. Sin embargo, ésta es una buena oportunidad para chequear la oferta que hay en el país.
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Si durante el Umhlanga su alteza real siente el antojo de hacerse con una de las imbali para sumar otro trofeo a su harén, se concreta en palacio una cita privada con la familia para manifestarle su deseo, que por lo general es recibido por los padres y la doncella como una orden disfrazada de privilegio. Pero no es gratis. La metáfora automotriz de Mandla se aplica también al precio que hay que pagar por la mujer. Como quien compra un carro, el rey debe desembolsar 17 vacas por una virgen. El pago de esta dote se conoce tradicionalmente como lobola. Cuando en 2005 el rey Mswati quiso que su undécima mujer fuera una menor de edad, la tradición lo sancionó con una multa de una vaca para resarcir la deshonra. Aquella vez el matrimonio le salió barato a su majestad.
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Cuando se les pregunta por el sentido de la ceremonia, las imbali responden repitiendo como autómatas una fórmula con la que las han adoctrinado durante la semana del Umhlanga:
-Lo hacemos por nuestra cultura.
Para muchas de ellas, la Danza de los Juncos es una oportunidad para figurar en una sociedad en la que la mujer tiene el valor de una vaca.
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Bautizado con el poco modesto nombre de Makhosetive (“Rey de las Naciones”), el joven príncipe no vivió la adolescencia típica de los jóvenes suazis. No tuvo que ir al bosque a recoger leña y regresar a la aldea balanceándola sobre la cabeza. No tuvo que cosechar el maíz de la huerta a la madrugada. No caminó kilómetros para llenar baldes con agua de un pozo comunitario. No pasó días sin fin cortando caña con un machete ni emigró para trabajar en las profundidades de las minas sudafricanas. Tampoco se emborrachó con umqombothi (chicha de maíz fermentado) mientras jugaba billar con prostitutas ni vivió en enclenques chozas de madera.
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El rey está en todas partes. Con su rostro amable y su mirada inocente, vigila a su pueblo desde las monedas y los calendarios. Vestido con traje de paño de diseñador o con su atuendo de lihiya y plumas rojas, su majestad sonríe desde las fotos que adornan los mostradores de las tiendas y las casas de familia, las peluquerías y los talleres. Las compañías de telefonía celular lo felicitan en grandes vallas publicitarias en las calles de Mbabane, la capital, cuando está de cumpleaños, y quienes no quieren poner en duda su fidelidad al soberano visten camisas y faldas con su cara estampada.
Además de la gorra y la camisa que debe portar como uniforme, Hero –un policía marchito ya entrado en años– lleva un prendedor de Mswati al lado derecho del pecho.
-Es mejor la monarquía que la democracia –me dice Hero–. La cultura suazi es tan fuerte que el gobierno la fomenta para mantener a la gente bajo control. Aquí no hay problemas de drogas, no hay crimen; somos una nación pacífica.
Mswati III gobierna su tierra como un señor feudal. La mitad de la riqueza del país está en manos de la familia real. Sus esposas viven en una decena de palacios y manejan Mercedes Benz de última generación, las princesas van a universidades en Australia y Kuwait, y los príncipes son dueños de edificios, empresas e innumerables cabezas de ganado. El costo de la renovación de los palacios se calculó en quince millones de dólares en 2004, y con frecuencia las reinas se van de compras en jets privados a París y Dubái.
Mientras tanto, en la Suazilandia real (no la Real), el 70% de la población vive bajo la línea de pobreza en pequeños caseríos donde rara vez llegan los servicios públicos y las noticias sobre las excentricidades de la realeza. La cuarta parte de sus habitantes está infectada con el virus del sida –la tasa más alta del mundo– y la esperanza de vida es de 32 años. Antes de la crisis financiera, la revista Forbes incluyó al rey Mswati III en su lista de los monarcas más ricos y estimó su fortuna en 200 millones de dólares.
Algunos de sus allegados no ayudan a desagraviar la imagen del gobierno. Su hermano, el príncipe Mahlaba, molesto con las críticas, dijo en julio de 2010:
-Los periodistas que escriban negativamente sobre el país deben morir. Es un hecho, y está fuera de toda discusión, que los periodistas se ganan la vida escribiendo mentiras.
Al lado de esta sentencia de muerte, parece condescendiente el primer ministro Barnabas Dlamini cuando dice que a los periodistas extranjeros en el país los deberían torturar con latigazos en los pies. Del rey, sin embargo, no se escuchan declaraciones.
Las prevenciones de su alteza hacia la prensa no son gratuitas. En 2007, el reportero estadounidense Michael Skolnik fue admitido en la residencia real para registrar durante varios días la vida íntima de la cabeza del Estado.
Aunque el gobierno esperaba una reivindicación de su imagen apaleada, el documental Without the King (Sin el rey) era una denuncia de los excesos de los dirigentes de una sociedad hambrienta.
Fue también un periodista, esta vez un reportero sudafricano encubierto, el que ventiló la más célebre infidelidad en el interior del palacio. La reina LaDube, esposa número doce, se disfrazaba de soldado para burlar la seguridad de un hotel donde se encontraba en secreto con el ministro de Justicia, Ndumiso Mamba, amigo íntimo del rey. Un mal día los pillaron en el acto. Como castigo, la joven adúltera fue recluida en la casa de la reina madre y tuvo que pagar la multa en vacas.
El paradero del ministro se desconoce desde entonces. Para amortiguar el escándalo, el gobierno compró todos los ejemplares del City Press, el periódico que publicó la historia.
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Lo que más extraño son las aguas termales en las montañas de Manzini -dice Lucky Lukhele con nostalgia sobreactuada. Habla con una retórica incendiaria y escribe con mala ortografía. A 300 kilómetros del rey suazi, de las colinas y de sus aguas termales, en el suburbio bohemio de Melville, en Johannesburgo, sorbe despacio un tibio capuchino bajo una jacaranda florecida. Sobre la mesa, uno de sus dos celulares vibra.
La cara se le pone color ceniza. En la pantalla de su teléfono se lee: “Nos arrestaron”.
La víspera del aniversario de la independencia de Suazilandia, 40 activistas planeaban una marcha pacífica en un apartamento en Mbabane cuando la policía irrumpió en el recinto y los arrestó a todos. Entre los detenidos estaba Mario Masuku, el presidente del Movimiento Democrático del Pueblo Unido (Pudemo, por su sigla en inglés), un partido popular que fue vetado cuando el gobierno decidió declarar ilegal cualquier oposición política en el país en 2008.
-Ese año alguien lanzó un coctel molotov a uno de los edificios del gobierno en la capital. Un árbol se prendió en llamas, pero el gobierno le metió los dedos en la boca a la gente diciendo que la explosión la había causado un rayo…
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Hace once años que Lucky está exiliado en Sudáfrica. Desde allí trabaja por la democracia de su país a través de la Swaziland Solidarity Network.
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Como una gran hacienda, Suazilandia está dividida en 330 parcelas, cada una dirigida por un jefe tradicional. Los jefes o indunas son los tentáculos del pulpo gubernamental para extender su poder e influencia en cada comunidad. Según Lukhele, son ellos los encargados de reclutar a las doncellas para que participen en el Umhlanga, los que se aseguran de que los adultos asistan a los discursos del rey, y los que administran la tierra. Si alguien se niega a seguir una práctica tradicional, si critica a la realeza, si trabaja un pedazo de tierra sin autorización, puede ser expulsado de la comunidad.
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Cuando vio fuera de control la epidemia del sida en su país, el rey Mswati echó mano del chantaje cultural para tratar de frenarla. Con la presencia de los indunas para ejercer control sobre las áreas rurales, en 2001 decretó que las mujeres del reino debían ceñirse al Umchuwasho, una vieja tradición suazi que obligaba a las solteras a privarse de tener relaciones sexuales durante cinco años. Según la costumbre, a las menores de edad se les prohibía cualquier contacto físico con un hombre. Por suerte, y para el alivio hormonal de las doncellas, la prohibición sexual se levantó en 2005 cuando el monarca mismo se casó con una joven de 17. No hubo mayores declaraciones públicas. Pagó su vaca y asunto resuelto. La imposición del Umchwasho encendió una tácita polémica entre los suazis, aunque la población la recibió con menos resistencia que la sugerencia de cierto parlamentario que proponía que se marcara en las nalgas a cada suazi que diera positivo en la prueba de VIH.
Mientras desayuna en una cafetería en el centro de Mbabane, una semana antes de ser arrestado por quinta vez por proponer un régimen democrático, Mario Masuku me dice:
-El rey trata el tema del sida como un juego que manipula a conveniencia, y utiliza la tradición para hacer proselitismo político. La población de Suazilandia está en vías de extinción. La gente se muere de sida, pero sobre todo de hambre. Aquí no hay recursos naturales que interesen a Europa o a otros países africanos, por lo que a nadie le importa lo que pase en Suazilandia.
Dos tercios de los suazis sobreviven gracias a organizaciones humanitarias, al tiempo que las arcas de la realeza crecen progresivamente por el apoyo de otros regímenes monárquicos del Medio Oriente y del gobierno de Taiwán, que controla la industria textil del país y que con frecuencia hace millonarias donaciones a la familia real.
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Delegado de una ONG en derechos humanos para el sur de África, Muzi Masuku se cubre los ojos con la visera de una gorra blanca y vieja. Habla en voz baja porque sabe que en el lugar donde estamos comiendo se encuentra uno de los asesores del rey:
-La mayoría de las niñas que atienden el Umhlanga –me dice casi susurrando– lo hacen porque esa es una de las pocas oportunidades que tienen en todo el año de comer carne.
Feudalismo, opulencia del monarca, pobreza, inanición, persecución a la disidencia y oposición, machismo y una esperanza de vida aterradoramente baja. Les presento las consecuencias del multiculturalismo.