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¿Es esto Racional o Radical? La Ley Lleras al Estrado

Mi amigo Iván Vargas, miembro fundador de la Asociación Colombiana de Derecho de Daños (ACDD), me concedió un espacio en la Revista Colombiana de Derecho de Daños cuya primera edición salió se publicó ayer.

Mi columna, titulada ¿Es esto Racional o Radical? La Ley Lleras al Estrado, ya se puede leer:

Quisiera agradecer al Dr. Iván Vargas Cháves y a los demás miembros de la Asociación Colombiana de Derecho de Daños por abrirme las puertas en este prometedor espacio y brindarme la oportunidad de expresar algunas ideas que me asaltan de vez en cuando.

Antes de empezar me gustaría aclarar que aunque pertenezco a la plataforma Redpatodos, este artículo está hecho a título personal y no representa la postura de Redpatodos ni ninguno otro de sus miembros.

Actualmente en el congreso cursa trámite un proyecto de ley que busca garantizar la efectiva protección de los derechos de autor, proyecto conocido como Ley Lleras.

En contra de la ley y de parte de su articulado nos encontramos muchas personas por distintos motivos y con distintas concepciones, así que me parece justo exponer las razones por las que yo me opongo.

Soy lo que algunos llamarían extremista o radical. La verdad es que me gustaría exponer mis argumentos y que cada quien juzgue si en tengo razón o por el contrario, debería programar unas cuantas visitas con el terapeuta.

A mi juicio, este proyecto de ley no es el problema sino un síntoma del mismo. El problema tiene unas profundas raíces que se remontan casi hasta la creación de la imprenta por parte de Gutenberg.

Así que, ¿en dónde nace realmente el problema?

Considero que nace con la concepción misma de la propiedad intelectual y los derechos de autor. Son nombres tendenciosos, que nos conducen a engaño. Desde el principio están mal. Fueron pésimamente bautizados.

Supongo que nadie objetará la premisa básica de que las ideas pertenecen al mundo del sentido. Por esta razón, es un error conceptual afirmar que una idea es mía o tuya o de alguien más. Las ideas no le pertenecen a nadie. Son como la Luna, o mejor dicho, Marte: no tienen dueño.

No parece descabellado, entonces, que corolario del anterior orden de ideas resulte que no puede existir tal cosa como la “propiedad intelectual”. Es una contradicción de los términos, un oxímoron.

A pesar de esto se nos dice con frecuencia que de no ser por estos incentivos –los réditos de la “propiedad intelectual”-, las compañías farmacéuticas no desarrollarían nuevos medicamentos para conseguir nuevos y mejores tratamientos.

No pretendo ni me interesa hacer apología del naturismo o condenar a las empresas farmacéuticas ni mucho menos caer en la irresponsabilidad de promover las pseudomedicinas, que no han superado exámenes de doble y triple ciego, sin embargo vale la pena preguntarse: ¿le están dando un uso adecuado esas compañías farmacéuticas a los incentivos? Porque de nada nos sirve que desarrollen medicinas contra lo divino y lo humano si sólo podrán acceder a ellas quienes tengan el nivel adquisitivo adecuado. Y, puede que me equivoque, pero me parece que una persona enferma no se encuentra en capacidad de costear medicamentos a los que ni siquiera podría acceder si trabajara y estuviera en plena forma. Eso, por no mencionar la abusiva práctica de modificar levemente las fórmulas en vísperas del vencimiento de las patentes, para renovarlas por dos décadas y al cabo de esos veinte años volver a usar esa estrategia.

¿Que no es eso un daño a la sociedad en general y a los enfermos en particular?

Pasemos ahora a los derechos de autor. Para todas las personas existen dos tipos de derechos de autor: los morales y los patrimoniales. Para mí sólo existen los primeros. Es necesario y deseable, si pretendemos alimentar la filosofía y la historia de las ideas, que podamos trazar y determinar acertadamente cómo ha sido la evolución de las ideas, con inspiración y aportes de quiénes. No me voy a oponer a eso.

En cambio, los derechos patrimoniales de autor consisten en asignar dueños a las diferentes –e infinitas- parcelas del mundo del sentido. Se quiere cobrar por el acceso a la cultura y al conocimiento lo cual es una aberración del tamaño de un castillo. Esta impostura está impulsada por los dueños de las industrias culturales que se han arrogado el derecho de cobrar por el acceso a la cultura, al conocimiento.

Como keynesiano no puedo estar más en desacuerdo. El Estado debe velar por la gratuidad en el acceso al conocimiento, pues debe garantizar que todos sus ciudadanos, sin importar su extracción social, tengan las mismas oportunidades para crecer como personas, perseguir sus sueños y desarrollarse intelectualmente tanto como quieran. ¿Cómo se pretende que hagamos eso si hay que pagar? No sé ustedes, pero lo que soy yo, vine al mundo desnudo, sin un peso, y, de no haber sido por el azar de haber nacido en la familia en que lo hice, muchas de las cosas que hoy sé no las sabría y no las podría compartir con mis demás congéneres.

Si el Estado está en la obligación de garantizar el acceso gratuito a la educación y a la salud, ¿a qué se supone que juega cuando protege activa y positivamente los mal llamados derechos patrimoniales de autor?

Y es que ni siquiera son derechos patrimoniales de autor. Son derechos patrimoniales de las industrias culturales. Ellas se ven favorecidas por el cobro de estos derechos, en muchas ocasiones porque son ellas las titulares de esos derechos y no simplemente sus gestoras. Ese modelo de negocio está llamado a desaparecer. No se debe cobrar por acceder al conocimiento, premisa que se ve reforzada con la entrada en escena de Internet. Al parecer todo apunta a la desaparición del intermediario: las editoriales, las disqueras, las compañías audiovisuales, etc.

La propiedad privada nació como la extensión del privilegio del más fuerte, pero con el paso del tiempo ha ido adquiriendo una función social y se ha venido redistribuyendo como mecanismo de repartición de recursos, productos y servicios finitos, en un mundo finito. En ese hecho –el de que la Tierra es finita- se encuentra la imposibilidad del comunismo.

Ahí radica uno de los puntos que hacen de Internet una herramienta tan valiosa e invaluable. Hemos encontrado la forma de garantizar no sólo las libertades más básicas, como la libertad de expresión, sino que además es el mecanismo perfecto para garantizar el libre acceso a la cultura y al conocimiento. Se ahorran las cadenas productivas.

Supongo que la crítica neoliberal ante esta sugerencia será que se perderán puestos de trabajo. Por supuesto que se perderán. Así como se perdieron con la creación del ventilador, con la aparición de la producción en línea propuesta por Ford, con la aparición de la lavadora, con la Revolución Industrial y con la invención de la imprenta por parte de Gutenberg.

Si hubiera una manera de reproducir ad infinitum y por un costo ínfimo –con pagar la cuenta de la luz y la de Internet, poder duplicar- la comida, tendríamos en nuestras manos la fórmula para acabar con la hambruna en el planeta. Pues es lo mismo con Internet: tenemos la mejor herramienta, la llave maestra, la fórmula, que permite difundir el conocimiento y divulgar la cultura, lo que, bien encauzado, se traduce en eliminar el analfabetismo, luchar efectivamente contra la ignorancia, acercar a más personas que nunca a las ciencias y hacer de cada individuo un potencial investigador que pueda seguir contribuyendo con el desarrollo sostenible de la sociedad.

Pero resulta que no. ¡Hay que pagar! Si Sócrates reviviera, de inmediato pediría otro vaso de cicuta ante tamaño disparate. No obstante asistimos a su legitimación mediante lobby y Tratados de Libre Comercio. Por poner un ejemplo: el software. La última moda de los productos informáticos tiene dos variantes: o sólo se puede instalar una cantidad limitada de veces ó se registra el código del disco por Internet, lo que impide su reinstalación futura o la instalación por primera vez en otro equipo. Así, si uno corre con tan mala fortuna de tener un PC y este, como raro, se traba y necesita ser formateado, puede que uno se vea en la incómoda e injusta situación de tener que volver a comprar un software que ya había comprado y por el que ya había pagado.

¿Que no es eso generarle más daños al consumidor, al cliente?

Volviendo a la analogía con los alimentos: ¿cuántas veces están ustedes dispuestos a pagar por una zanahoria que sólo se van comer una vez? ¿Sólo una? ¿O pagarán el precio de la zanahoria una y otra vez, a medida que es masticada, que pasa por el esófago, que llega al estómago, que es disuelta por los jugos gástricos, cuando el organismo se favorece por la vitamina A, cuando se favorece por la niacina, cuando se favorece por la vitamina E, cuando se beneficia del potasio, cuando absorbe el fósforo, el magnesio, el yodo, el calcio, además cuando se mejora la visión por el ojo derecho y una última vez cuando se mejora la visión por el ojo izquierdo?
No. Por las obras, así como por los alimentos, se debe pagar una sola vez (siempre y cuando estemos hablando de objetos materiales –pues tienen un costo de fabricación- y no de obras en Internet).

Estos son los motivos por los que defiendo el libre y gratuito acceso a la cultura y al conocimiento y rechazo las iniciativas como la Ley Lleras. ¿Soy, al fin y al cabo, muy radical?

Los demás artículos de esta edición son:

Aspectos filosóficos del derecho de daños., por: Mario Fernando Parra Guzmán

Sistema judicial del tratamiento de las infracciones en el sistema procesal chileno., por: Andrés Eduardo Celedón Baeza

Reflexiones sobre el tratamiento internacional en la responsabilidad informática de los proveedores de servicios de internet., por: Iván Vargas Chaves

Some comments on the dangers of the hermeneutical approaches on the prohibition of retroactivity in the european system for the protection of human rights, consectetur adipiscing elit., por: Daniel Andrés Salamanca Pérez

Análisis del proyecto de ley, por medio del cual se regula la responsabilidad por las infracciones al derecho de autor y conexos en internet, mal llamado proyecto de ley lleras., por: Wilson Rafael Ríos Ruiz

y

Ley lleras o la cesión de la soberanía a las multinacionales de la IP., por Carlos Dionisio Aguirre y Javier José Pallero

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