Hace unos días Colombia estuvo de luto por la muerte de Manuel Elkin Patarroyo, posiblemente el científico colombiano más famoso del país. Patarroyo genera odios y amores, según qué faceta suya se mire — y normalmente se confunde una faceta con las otras. Aquí vamos a tratar de mirarlas de manera separada.
Manuel Elkin Patarroyo, el científico
En 1987, Manuel Elkin Patarroyo presentó la primera vacuna sintética contra la malaria, la SPf66, y se la regaló a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Durante los siguientes ocho años, la vacuna fue puesta a prueba en varios lugares del planeta, pero su tasa de éxito era muy baja o directamente no era efectiva. Eventualmente, la OMS la registró como inactiva o descontinuada.
Patarroyo dedicaría el resto de su vida a la investigación de vacunas sintéticas, específicamente contra la malaria, la tuberculosis, la leishmaniasis, la hepatitis A, la amigdalitis y el dengue. En ello fue coautor de al menos 630 publicaciones, cuenta con un poco menos de 16,000 citas, y en algún momento su laboratorio tuvo casi 160 investigadores.
No tenemos motivos para dudar que, en el más estricto sentido del quehacer científico, Patarroyo hacía buena ciencia. Cuando se trataba de ponerse la bata blanca, preparar discos de Petri, mirar bajo el microscopio, anotar los resultados, y publicar sus datos para revisión y posterior publicación, Patarroyo parece haberse ceñido a las normas que rigen la ocupación. No hay retractaciones de sus papers, denuncias de datos manipulados, ni cosas por el estilo.
Manuel Elkin Patarroyo, el charlatán
Existen otras facetas, menos pulcras, de Patarroyo. No hay escasez de afirmaciones gratuitas y anuncios grandilocuentes que Patarroyo hizo, pero que nunca se materializaron o fueron respaldados por la evidencia.
Por ejemplo, la explicación que Patarroyo ofreció para la inefectividad de su vacuna SPf66 no fue que él no hubiera acertado a la primera (que, en puridad, es parte de hacer ciencia, y no debe entenderse como fracaso), sino que era por las “fuerzas oscuras” de la industria farmacéutica, que supuestamente veía como una amenaza a su modelo de negocio que él le hubiera regalado la vacuna a la OMS, por lo que habían decidido sabotear todos y cada uno de los ensayos clínicos.
Aunque no seré yo quien le cante alabanzas a la industria farmacéutica, parece que Patarroyo nunca se molestó en proporcionar evidencia de este complot contra su vacuna. De hecho, la vacuna incluso sería objeto de una revisión Cochrane, que tampoco encontró que fuera efectiva. Culpar a las farmacéuticas sin aportar evidencias es una teoría de la conspiración en toda regla.
Patarroyo enfrentó varias denuncias por traficar ilegalmente los monos nocturnos del Amazonas que usaba en su investigación, aunque finalmente los estrados judiciales lo absolvieron y permitieron que continuara con sus investigaciones. Una vez más, las farmacéuticas fueron acusadas de estar detrás de una campaña de desprestigio aunque, como de costumbre, nunca hubo evidencia de esto. (Y no hay que olvidar que los animalistas son perfectamente capaces de ser obstinadamente litigantes sin estar a sueldo de nadie.)
En cualquier caso, conspiración farmacéutica de por medio o no, a pesar de dedicar casi 40 años a la investigación de vacunas sintéticas contra toda una serie de enfermedades, Patarroyo nunca desarrolló otra vacuna.
Eso no significa que Patarroyo no anunciara más vacunas. Por ejemplo, en 2011 anunció que ahora tenía una vacuna contra la malaria efectiva en más del 100% (¿!), que llamó Colfavac (Colombian Falciparum Vaccine). Esta nueva vacuna se cayó en la segunda fase de ensayos clínicos.
En 2018, durante el I Congreso Mundial de Facultades de Farmacia (IPAP18) Patarroyo prometió que la nueva versión de la vacuna, la Colfavac 90-100, se empezaría a aplicar al año siguiente. Eso no ocurrió. Luego, en 2021, Patarroyo prometió una vacuna contra el Covid-19; la llamada Colsarsprot que sería entregada en apenas unos meses, en 2022. Eso tampoco ocurrió.
Una interpretación caritativa sería pensar que Patarroyo tenía más entusiasmo que prudencia al momento de hablar sobre su trabajo, y que la emoción se apoderaba de él cada vez que se ponía delante de un micrófono. No obstante, esa interpretación no podría explicar la tendencia que tenía Patarroyo por utilizar su prestigio científico para darle validez a ideas cuestionables o que directamente no son ciertas.
Por ejemplo, a pesar de que no tenía experiencia desarrollando vacunas contra virus, cuando la pandemia de Covid-19 llegó al país, Patarroyo dio entrevistas en calidad de experto, e incluso tuvo una reunión para asesorar al Presidente Duque, escenarios en donde echó mano de su autoridad científica para decir cosas demostrablemente falsas y esparcir desinformación, en contra de lo que los investigadores del Covid estaban diciendo. Así, Patarroyo ayudó a la confusión general, y posiblemente a que hubiera un mayor número de infectados y de muertos. Ante las críticas de que su especialización era en enfermedades tropicales causadas por parásitos, y no en virus de transmisión aérea, su respuesta fue que “son iguales” en vista de que todo son moléculas y proteínas. Facepalm!
En otra ocasión le dijo a la revista católica Ecclesia que el grado de incertidumbre al analizar el núcleo de los átomos le indicaba que el mundo estaba muy ordenado (?) y que eso significaba que había un creador universal — lo que es un fracaso monumental en pensamiento crítico y, para completar, no apunta a que el catolicismo sea la religión verdadera más de lo que podría apuntar al budismo, el jainismo o la religión cargo.
Ahh, y por supuesto, no podía faltar el apunte de rigor de que el catolicismo y la ciencia son compatibles. Hay pocas cosas más lamentables a que un investigador utilice su prestigio científico para rehabilitar la superstición organizada de sus afectos. Como ya hemos explicado antes, las religiones ofrecen afirmaciones basadas en la revelación, la fe o la autoridad; mientras la ciencia ofrece afirmaciones sobre el mundo basadas en la mejor evidencia disponible, y susceptibles de modificación según nueva y mejor evidencia. Así que la afirmación de compatibilidad entre ciencia y religión es como decir que el fútbol es compatible con meter goles con la mano.
A mí siempre me dan lástima los científicos católicos que se ponen a escupir estas chorradas pero nunca se molestan en indicar un solo paper revisado por pares y publicado en una revista científica de amplia trayectoria y alto factor de impacto donde se dé por buena, o siquiera posible, la doctrina de la transubstanciación (según la cual, dice la Iglesia Católica, la harina se convierte literalmente en carne humana).
La frecuencia con la que Patarroyo hacía promesas rimbombantes y afirmaciones extravagantes para las cuales parecía pensar que su título de investigador era evidencia más que suficiente pone en tela de juicio la idea de que él simplemente se dejaba llevar por la emoción ingenuamente al tener una grabadora cerca.
Manuel Elkin Patarroyo salva al país
En Colombia, la ciencia no es vista como la interrogación escéptica del Universo mediante la cual satisfacemos nuestra curiosidad al tiempo que descubrimos cómo funciona el mundo a nuestro alrededor, y concebimos formas de interactuar con nuestro entorno que nos resulten ventajosas, sino que es más bien entendida como el ejercicio de un rito pagano industrial, ejercido por una especie de monjes con acceso secreto a un tipo de conocimiento de entre muchos varios, gurús cuyas prescripciones pueden ser tomadas más o menos a discreción, dependiendo de qué tanto comulguen con la idiosincracia nacional. Por eso, los científicos son tratados como una especie de bichos raros que ocasionalmente se transforman en sabios redentores con la verdad revelada para salvar al país, aunque sus prescripciones siempre terminan recogiendo polvo. La suspicacia y el desdén que en el país se tiene contra la ciencia son descomunales; y en consecuencia, todas las administraciones, del signo político que sean, la han tratado como un botín burocrático.
Esta fue una realidad que Manuel Elkin Patarroyo tuvo que navegar, y todo apunta a que no lo hizo nada mal. Si no de manera explícita, al menos a nivel instintivo, Patarroyo comprendió muy temprano que Colombia tiene ese malsano hábito de endiosar a los ciudadanos que consiguen el nebuloso propósito de “salvar al país”, para satisfacer una suerte de necesidad psicológica, rascando esa picazón psicótica colectiva de quedar bien. Esto deriva en una tendencia a crear cultos y proto-cultos de la personalidad, que facilitan la explotación por parte de las personalidades instaladas en el panteón colectivo nacional. Y empiezan los círculos viciosos de “salvar al país” y consolidar su lugar en el pedestal, “salvar al país” y cimentar la posición, “salvar al país” y… así por toda la eternidad.
Desde que desarrolló la vacuna SPf66, Patarroyo consiguió ser puesto en el pedestal nacional, siendo canonizado como el científico estrella del país. En esta calidad le lloveron premios, galardones, honoris causa, invitaciones a conferencias y todo tipo de condecoraciones y homenajes, y la periodista Flor Romero escribió su biografía autorizada. En 1995, el mismo año en el que la vacuna SPf66 finalmente sería rechazada definitivamente por inefectiva, Patarroyo fue nombrado como uno de los 100 colombianos más influyentes y poderosos del país.
Después de casi una década de “salvar al país” al lomo de una vacuna fallida, a Patarroyo le llegó una nueva oportunidad de “salvar al país” con la primera Misión de Sabios, la farsa del gobierno nacional de convocar sabios salvadores y pedirles sus recomendaciones, para luego ignorarlas olímpicamente. Años más tarde, en una expresión de algo que no puede sino ser descrito como populismo, al anunciar la primera vacuna Colfavac, Patarroyo también prometió que todas sus vacunas llevarían el prefijo ‘Col’, “para que la gente sepa que fuimos los colombianos los que resolvimos el problema de la malaria, de la tuberculosis, del dengue y de esa manera se le otorgue el crédito y reconocimiento al país“. El número total de vacunas efectivas con el prefijo ‘Col’ desarrolladas por él y su equipo permanece igual, catorce años después: cero.
Otro problema con la beatificación de los salvadores de la patria es que, una vez instalados en ese pedestal, todos se conocen con todos, y aparentemente Patarroyo tenía una facilidad pasmosa para amistarse con los tipos que son elegidos Presidente del país. Posiblemente su expresidente más cercano fuera Belisario Betancur, en cuyo funeral Patarroyo dijo haber sido el ‘hijo bobo’ de esa familia, y que cuando estuviera completada la vacuna de la malaria, esta también sería obra de Betancur.
Con una buena suerte normalmente reservada para políticos y personajes de la farándula, Patarroyo consiguió acaparar durante años más de la mitad del presupuesto nacional de investigación. Los fondos se depositaban en las cuentas de la Fundación Instituto de Inmunología de Colombia (Fidic), la organización que Patarroyo fundó con su familia “y ex mandatarios colombianos”.
La página de la Fidic es una oda a los albores del diseño web, y no parece haber recibido ninguna actualización en más de 10 años. No tienen secciones de misión, visión, acerca de, historia, ni mucho menos información sobre sus fundadores o su junta directiva — ni siquiera hay nada que indique que su co-fundador más famoso ha fallecido. Ciertamente no es la página web que uno esperaría de una organización que durante varios años consecutivos consiguió hacerse con más de 1,000 millones de dólares americanos del erario.
El investigador siempre adujo que tan abultada financiación era necesaria para pagar a sus investigadores, conseguir sujetos de investigación y materiales, y mantener las instalaciones. Aparentemnte la producción investigativa de la Fidic se ha mantenido constante hasta el día de hoy a pesar de que más o menos a partir de 2010 dejó de recibir financiación del gobierno colombiano. Sus fuentes de financiación posteriores incluyen al gobierno español, la Caja de Ahorros de Navarra, y la Universidad del Rosario. Para el presunto desarrollo de la vacuna Colsarsprot recibió financiación de la Universidad de Ciencias Aplicadas y Ambientales y de la opaca Fundación Internacional Limitada Greenstone de Hong Kong.
Todo esto plantea preguntas que Patarroyo nunca se molestó en responder seriamente. Infortunadamente, la respuesta de Patarroyo era que —como a todo buen salvapatrias que se respete— le tenían envidia. No es envidia: si él estaba recibiendo la mitad del pastel, mientras todos los demás investigadores del país, si les iba bien, conseguían migajas, no sin antes haber tenido que sortear exitosamente toda una carrera de obstáculos burocrática, entonces exigir transparencia y que se nivele el campo de juego no es envidia, sino una petición absolutamente razonable.
A pesar de esto, la buena fortuna típica de una celebridad lo siguió hasta el final de su vida. Por lo menos hasta el año pasado, Patarroyo estuvo en la nómina de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional como catedrático de tiempo completo, con un salario exorbitante, a pesar de no dictar clase desde los Noventa. ¿Y quién no quiere pagarle una fortuna a alguien que se dedica a “salvar al país”?
Patarroyo no necesitó diseñar mal sus experimentos, hacer p hacking o amañar sus datos para hacerle daño a la ciencia colombiana: de las cuatro normas mertonianas que conforman el espíritu de la ciencia moderna, Manuel Elkin Patarroyo cómodamente rompió dos o tres de manera habitual.
El valor mertoniano del desinterés personal consiste en que los científicos deben actuar en beneficio de la empresa científica común más que por ganancia personal. Es claro que en este aspecto Patarroyo prefirió su interés propio, y en el proceso perjudicó a otros investigadores. También es claro que al culpar a las farmacéuticas sin proporcionar evidencia, Patarroyo atacó el valor mertoniano del escepticismo organizado: hay que tener un exceso dañino de autoestima para deplorar el trabajo de todos los demás científicos que se dieron a la tarea de poner a prueba sus vacunas y no encontraron que fueran efectivas, y acusarlos de ser todos comprados por las farmacéuticas o de ser todos tan ineptos como para no darse cuenta de que sus ensayos clínicos estaban siendo saboteados.
Incluso, el valor mertoniano del universalismo se vio emboscado por Patarroyo con su promesa de nombrar sus vacunas con el prefijo ‘Col’ para que el mundo supiera que fueron los colombianos quienes habían conquistado la malaria. El provincialismo es tan compatible con el universalismo como la religión lo es con la ciencia. Con algo de caridad, se podría hacer un argumento de que el único valor mertoniano que Patarroyo respetó fue el del comunismo, cuando regaló su vacuna a la OMS, lo que sí conduce al sentido de propiedad común y de acceso a los bienes científicos.
Al final, creo que Patarroyo consiguió su meta más ambiciada, que fue dejar muy en alto el nombre de Manuel Elkin Patarroyo. En su biografía autorizada, el investigador afirmaba que estaba “condenado a ganarse el Nobel”. Nunca le pasó, ni falta que le hizo: para “salvar al país” tan sólo basta con hacer afirmaciones grandilocuentes, y esperar que nadie les haga seguimiento. Y así lo hizo él, de manera sistemática, durante casi 40 años.
(imagen: MedellínUNAL)