Una de las desgracias de crecer en Colombia es tener que soportar a las criaturas que constantemente escupen la opinión de que el país necesita una dictadura — una afirmación absolutamente delirante, considerando que el prohibicionismo es la única forma en la que se hace política pública en el país: si un problema no se puede resolver prohibiendo algo, entonces se asume que no se puede resolver. Para completar, el talante consistentemente autoritario de los impresentables que se montan a la Presidencia haría pensar a cualquier observador imparcial que esto es un requisito para el cargo. Básicamente, Colombia nunca está muy lejos de una dictadura.
En cualquier caso, la criatura de turno soltará esa profana opinión —o una semejante— como si fuera la solución a un problema social, real o imaginario: sea la corrupción, la inseguridad, el crimen organizado, las leyes absurdas, la burocracia, o los jóvenes haciendo cosas de jóvenes; traicionando en el proceso que no tiene ni pajolera idea de cómo, en una dictadura, la burocracia, la corrupción, la inseguridad y el crimen organizados campan a sus anchas.
Entre los cursos de acción más aclamados por este tipo de criaturas se encuentran la pena de muerte por corrupción, y la cadena perpetua para violadores de niños (salvo que sean sacerdotes, en cuyo caso, prefieren no hacer nada). Y siempre tienen a la mano la excusa perfecta: algún pretendido bien moral y social, como la defensa del herario, o el memético “¿alguien quiere pensar en los niños?“.
Tras analizarlo un poco, resulta que las excusas perfectas no lo son tanto, porque a la postre sólo son eso, excusas, para esconder las verdaderas intenciones de la criatura, que no pueden ser descritas sino como barbarie. Cuando uno les pregunta por qué copiar el modelo de pena de muerte por corrupción de Singapur, cuando países más civilizados como Dinamarca han acabado con la corrupción sin derramamiento de sangre, difícilmente se consigue una respuesta que no sea un ensordecedor silencio, o malabares mentales que evitan la pregunta.
A estas personitas, la corrupción y las violaciones de niños les importan tanto como a los conductores de be-emes les importa poner direccionales. Supongo que al menos merecen el trofeo de participación por tratar de disimular que lo que realmente les mola es desatar sus impulsos de Torquemada sobre sus congéneres. Y no es que sus fantasías nunca se hayan hecho realidad: en el lenguaje político colombiano —y latino—, esto es lo que se conoce como “mano dura”. Su resultado fueron miles de niños campesinos inocentes asesinados por el Ejército y hechos pasar por terroristas. ¿Alguien quiere pensar en los niños? No, nunca cuando se trata de sembrar violencia, destruir vidas y hacer pagar inocentes por delincuentes.
No es de extrañar entonces que el actual dictador salvadoreño Nayib Bukele cuente con mareas de fans en Colombia por cuenta de su mano dura y completo desprecio a los derechos humanos. La sed de sangre es insaciable. Es aquí cuando el pichón de facho se indigna de que sus verdaderas pulsiones sean expuestas, y blande su excusa ‘perfecta’ como escudo, ripostando que cómo, si no era con ríos de sangre, que se iba a poder detener el crimen organizado en el país centroamericano.
Y la respuesta, obviamente, es: sin ríos de sangre. Tamara Taraciuk Broner en Americas Quarterly reporta que así se ha hecho en otros dos países latinoamericanos:
El progreso de Guatemala
Guatemala era uno de los países más violentos de la región a principios de la década de 2010, pero desde entonces ha experimentado una reducción progresiva de la violencia letal. Mientras que en 2009 la tasa de homicidios era de 45,6 por 100.000 habitantes, en 2023 alcanzó un mínimo histórico de 16,7 — aunque persisten muchos problemas, como la violencia contra las mujeres y el narcotráfico.
El país lo logró mediante el fortalecimiento institucional, el aumento de la formación y el equipamiento, y la sustitución del enfoque casuístico de los fiscales por investigaciones dirigidas a las estructuras criminales. Paralelamente, el gobierno puso en marcha un programa social denominado «escuelas abiertas», que amplía el horario extraescolar y permite a los jóvenes pasar el tiempo en un entorno seguro, limitando su exposición a las organizaciones delictivas.
Los fiscales y la policía guatemaltecos continuaron investigando los homicidios de forma estratégica a pesar de la división política del país, el desmantelamiento de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI) y la persecución de funcionarios de justicia que investigaban delitos políticamente sensibles, muchos de los cuales fueron procesados o forzados al exilio.
El caso de São Paulo
São Paulo, la ciudad más grande de Sudamérica, alcanzó un máximo de 52,2 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2000. Esa tasa se redujo a 6,1 en 2018 y se ha mantenido estable a lo largo del tiempo, siendo la tasa para 2023 de 7,8. La mayoría de los cambios en las políticas públicas para mejorar la seguridad y reducir los homicidios comenzaron en 1995 y continuaron durante dos gobiernos sucesivos del Partido Socialdemócrata de Brasil (PSD).
Un factor clave fue que el departamento de policía civil se encargó de investigar los homicidios en los que se desconocía al autor. En 2001, gracias a un plan para investigar los homicidios cometidos por delincuentes reincidentes, el número de asesinos encarcelados se multiplicó por siete, y los índices de resolución de casos alcanzaron el 65% en 2005, mientras que la unidad encargada de los asesinatos en masa y los homicidios múltiples logró un índice de resolución del 95% en 2003. Las autoridades invirtieron en sistemas de información para hacer un seguimiento de los homicidios. Eso les permitió asignar mejor los recursos y el personal. Dado que alrededor del 67% de los homicidios se cometen con armas de fuego, otras medidas se centraron en confiscar y destruir estas armas. Cabe señalar que, aunque los homicidios disminuyeron, la letalidad policial sigue siendo motivo de preocupación.
Las autoridades también pusieron en marcha programas sociales y comunitarios, como el «Joven Aprendiz», que, a partir de 2000, ofrecía formación a jóvenes de 14 a 17 años de entornos vulnerables para prepararlos para el mercado laboral y luego les asignaba un trabajo remunerado para aplicar sus conocimientos. En 1997 se puso en marcha un modelo de policía comunitaria en el que se encomendaba a los agentes la tarea de colaborar con grupos comunitarios y organizaciones no gubernamentales para diagnosticar y resolver problemas relacionados con la seguridad.
Taraciuk también incluye a Bogotá, aunque yo creo que eso es desatinado. Según ella, las políticas de ventanas rotas adoptadas durante las administraciones Mockus y Peñalosa hace 25 años habrían dado como resultado que en 2022 los homicidios en Bogotá fueran de 12.8 por cada 100.000 habitantes, aunque la propia Taraciuk admite que hubo un vertiginoso incremento en 2023.
El problema de incluir a Bogotá, citando específicamente la introducción de políticas de ventanas rotas, es que estas políticas tienen una anatomía no muy distinta de la mano dura a la que el artículo le encuentra alternativas — para andarnos sin rodeos: en el diseño de políticas públicas, las ventanas rotas son una reencarnación o una variante de la mano dura. Veamos.
La hipótesis de las ventanas rotas postula que el orden público y la seguridad de una ciudad se pueden mejorar apenas con cambios estéticos (el nombre de la hipótesis viene de un estudio pésimamente diseñado que concluyó que un carro con ventanas rotas atraerá delincuencia); Rudy Giuliani, el entonces alcalde de Nueva York, insufló su administración con esta hipótesis, y en vista de que los niveles de delincuencia se redujeron, algún no-genio que no sabe distinguir entre correlación y causalidad, concluyó que las políticas de ventanas rotas funcionaban — a pesar de que el crimen también disminuyó en lugares que no implementaron estas políticas. Seamos claros: tal como lo experimentó Nueva York, las políticas de ventanas rotas conducen a la más absoluta brutalidad policial; pues la Policía se enfoca en crímenes de poca monta cometidos por ciudadanos de mala apariencia (los sin-techo, o drogadictos), lo que termina haciendo que dejen de investigar el crimen organizado, crímenes violentos y de cuello blanco, para enfocar su limitado presupuesto en cebarse a gusto contra poblaciones marginadas y vulnerables, con incrementos indecibles de las detenciones arbitrarias y los arrestos sin debido proceso. No muy lejos de Bukele, pues.
Y como en Colombia sólo se sabe hacer políticas públicas mutilando libertades, la excusa de las ventanas rotas le vino como anillo al dedo a Mockus y Peñalosa, quienes se atiborraron a más no poder de políticas públicas prohibicionistas, entre las que destacaron sus toques de queda travestidos de civilidad y buen-rollismo (una plantilla que sus sucesores también pusieron en práctica tanto como les fue físicamente posible).
Los ‘estadistas’ colombianos nunca se molestaron en actualizar sus modelos, a pesar de que el crimen en Nueva York siguió en declive una vez que el despropósito de las ventanas rotas finalmente fue desterrado de su ordenamiento jurídico. Los estudios de seguimiento encontraron que la hipótesis de las ventanas rotas es pseudociencia monda y lironda: tan sólo es una excusa para lisiarle los derechos a la ciudadanía en nombre de la seguridad. Lo que hace Bukele es exactamente lo mismo, sólo que a lo bestia. Será por eso que Mockus, Peñalosa y el salvadoreño son tan populares entre los colombianos.
Así que en el gran esquema de las cosas, las políticas de ventanas rotas y de mano dura ocupan el mismo espacio, y pueden ser sujetas a la misma pregunta: habiendo alternativas que no amputan los derechos de la ciudadanía, ¿por qué preferir las que sí?
A lo mejor nunca fue por luchar contra el crimen organizado, la inseguridad, los problemas de orden público o los violadores de niños. Tal vez, sumado a todos estos problemas sociales además hay gente que moja cuco con la idea de cercenarle libertades a sus vecinos. ¡Qué peligro!
(imagen: Wikimedia Commons)