Hace unos días, Chemazdamundi publicó su respuesta a quienes le reclaman que no critica los disparates de la izquierda posmoderna, lo woke. Su argumento es que el tema no es de su interés particular, que hay temas más relevantes como la Economía, y que a fin de cuentas es un debate sobredimensionado del que se han aprovechado los machistas para disfrazar su intolerancia como una lucha contra los despropósitos woke. Una buena cantidad de razón no le falta: “Me he tirado años de pancarta y sindicalismo para pelear por más y mejores condiciones laborales como para que ahora me vengan los dos bandos a decirme que no, que lo importante es el lenguaje inclusivo o combatir el lenguaje inclusivo“.
Hay, sin embargo, una categoría de temas woke que son más que triviales perdederas de tiempo o placebos de justicia, y que se prestan para atentar directamente contra los derechos de la ciudadanía o segmentos de la misma. El lenguaje incluyente perfectamente puede estar muy abajo en la lista de prioridades de alguien enfocado en la verdadera justicia, pero cuando a los niños se les priva del acceso a libros y materiales didácticos porque estos no están escritos en lenguaje suficientemente incluyente, en mi humilde opinión eso amerita que el tema suba algunos puestos en la lista de prioridades.
En esta categoría existen temas mucho más acuciantes. En el repaso de cómo la Justicia Social™ arruinó el ateísmo, expuse la manera en la que la cultura de la cancelación es particularmente perniciosa porque las personas más afectadas siempre son los individuos más desprotegidos — personas que no tienen dinero ni fama con los cuales sobrevivir a la cancelación. Y los eventos de las últimas semanas presentan una buena oportunidad para explorar este punto en mayor profundidad.
Tras el fallido intento de asesinato a Donald Trump, algunas personas publicaron en sus redes sociales que desearían que la bala hubiera segado la vida del candidato republicano o cosas por el estilo. Una tuitera particularmente repugnante se dedicó a cazar internautas que hubieran publicado este tipo de cosas, y a contactar a sus lugares de trabajo. Una de estas personas fue Darcy Waldron Pinckney, una dependiente de Home Depot, quien terminó siendo despedida por su publicación. (El administrador de programa de Uber Eric Cartrite y el chef de Michigan Cooper Graves también encararon panoramas similares.)
Esto es cultura de la cancelación, y su ocurrencia ahora no será una sorpresa para nadie que haya prestado atención en estos años. Cuando la cancelación es llevada a cabo por la izquierda posmoderna, normalmente tienen excusas y justificaciones enlatadas a la mano, como decir que la cultura de la cancelación no existe (lo que es alucinantemente deshonesto, si tenemos en cuenta que este es el mismo sector ideológico que considera que la cultura de la violación está probada irrefutablemente sólo porque alguien garabateó algo machista en las paredes de un baño público). En otras ocasiones agregan, además, que lo que sí hay es una “cultura de las consecuencias“, que es una distinción sin diferencia, porque la idea básica sigue siendo la censura, tomando la forma de castigar a las personas por sus opiniones, uno, por transgredir, y dos, para que sirvan de advertencia a cualquier otro que tenga la osadía de tener una opinión disidente.
Por eso el odio a J.K. Rowling no es simplemente porque ella cuestione el dogma del activismo trans hegemónico, sino porque no la pueden hacer pagar por sus opiniones: no tienen manera de poner en riesgo su subsistencia, así que no tienen forma de controlar lo que la autora dice (lo chistoso es que en ciertos círculos han decidido que si no la pueden cancelar, entonces van a pretender que ella no existe, y no la van a mencionar en lo absoluto; trayendo a la vida real uno de los tropos de la saga de Harry Potter, en el que la sola mención de Voldemort provoca malestar físico). Cancelar a J.K. Rowling es imposible.
Por su naturaleza, la cultura de la cancelación perjudica a los trabajadores, no a los millonarios. Esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que la anatomía de una cancelación es funcionalmente idéntica a la de una multa: se busca castigar un comportamiento especifico, pero las personas en una posición económica holgada pueden darse el lujo de transgredir la presunta norma, y lo peor que les pasa es que pagan el valor nominal sin realmente pagar el precio. Por eso, la cultura de la cancelación no es más que el fervoroso cobro de multas ideológicas por cometer delitos de pensamiento. Y como con cualquier otra multa, sus víctimas reales siempre son la clase obrera.
Para la muestra, el influencer Destiny vio como sus cuentas de Kick y Twitter eran desmonetizadas tras hacer algunos chistes de mal gusto y hablar mal de las victimas del tiroteo en el rally de Trump. No le importó — Destiny es un millonario, y puede decir cosas insensibles sin temer por su subsistencia. Un trabajador normal, no.
Por supuesto, la cultura de la cancelación no es un rasgo exclusivo de la izquierda magufa, sino que también se encuentra en la derecha. En vez de negación y justificación, lo que ellos han ofrecido por estos días es admisión y justificación: ¡Sí, lo estamos haciendo! ¿Y qué? Las justificaciones varían, pero más o menos se resumen en que la izquierda lo hizo antes, así que ahora les estarían dando de su propia medicina, para que aprendan. También asumen que toda la izquierda opuesta a la censura se pasó a la derecha cuando empezaron los despropósitos woke.
Pero es que así no es como funciona nada de esto. Así no es como funciona tener principios. Y si cancelar funcionara para prevenir futuras cancelaciones, Darcy Waldron Pinckney aun conservaría su trabajo, en vista de que las cancelaciones de la década inmediatamente anterior le habrían enseñado a la derecha que cancelar estaba mal. E igual la izquierda posmoderna no va a aprender nada, porque “la cultura de la cancelación no existe” cuando ellos lo hacen. Y a pesar de que algunos oportunistas hayan terminado en la derecha, eso no hace que toparse con la fauna intoxicada con las flatulencias mentales foucaultianas haga que uno deje de abogar porque los trabajadores sean dueños de los medios de producción, por fortalecer las leyes antimonopolio, por extender las redes seguridad social, o por aumentar la carga fiscal de las compañías transnacionales y de la clase alta. (Y ciertamente la derecha se puede quedar esos oportunistas que denunciaron las cancelaciones de los últimos 10 años pero que en estos días guardan un silencio ensordecedor.)
En ultimas, la cultura de la cancelación es un arma de los autoritarios en cualquier punto cardinal del espectro político, pues es una expresión de poder, de los poderosos, para usar contra los que carecen de poder. El sindicalismo es exactamente lo opuesto: impedir los abusos y vejaciones que alegremente infligirían quienes tienen poder económico a quienes carecen del mismo. Resulta de perogrullo que poder expresar opiniones impopulares o que “no se alinean con los valores de la compañía” (como si las compañías tuvieran otros valores aparte del lucro) hace parte de tener mejores condiciones laborales. ¿Cómo, si no, se podrían organizar los trabajadores en primer lugar?
Y tampoco es que esto sea nuevo u original — hay más de un siglo de historia en el que los empleadores han castigado la expresión de los empleados, y es algo que ocurre hasta el día de hoy. Hace unos meses, Tim Gurner, el gerente de una constructora de edificios de lujo en Australia, manifestó su simpática idea de que soñaba con que la tasa de desempleo subiera hasta el 40 o 50% para que los trabajadores sufrieran y dejaran de ser arrogantes y creerse con derecho a una vida digna. Es lo mismo: el tipo quiere que los trabajadores sufran y se queden sin techo por tener opiniones que le disgustan. La opinión propiamente no importa: ya sea que un trabajador crea que tiene derecho a un entorno laboral respetuoso, que sólo existen dos sexos, que la Tierra es esferoide, o que la bala debió haber destruido la única neurona de Trump, esto no es motivo para que vea su subsistencia en riesgo.
En un mundo en el que las compañías usan las políticas de regreso a la oficina para despedir trabajadores sin indemnización, y en el que cada trimestre generan beneficios récord después de hacer gigantescos recortes de personal, poder despedir a las personas por sus opiniones es el sueño mojado de empresarios y gerentes. Mientras las protecciones legales a los trabajadores se quedan vergonzosamente cortas y las redes de protección social están siendo desmanteladas a pasos agigantados, tal vez la “cultura de las consecuencias” no es un placebo de justicia, ni mucho menos la heróica aplicación de la ‘justicia’ ‘social’, sino simplemente una vulgar expansión del arsenal de la derecha y la extrema derecha para que puedan explotar aún más fácilmente a gente de escasos recursos.
Yo creo que luchar contra eso es una de las prioridades más altas de los trabajadores, los sindicatos, y todas las personas preocupadas por más y mejores condiciones laborales.
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** Actualización, 24 Oct, 2024: El artículo originalmente incluía un ejemplo de boycott a compañías como otra instancia de cultura de la cancelación (una interpretación expandida que, por ejemplo, ha hecho David Pakman). Después de mayor reflexión, he preferido retirar ese ejemplo porque no es el tipo de práctica que se está discutiendo acá.