Deborah García Bello es una divulgadora científica cuya columna, Ciencia Aparte, leo ocasionalmente y, normalmente, tiene artículos interesantes e informativos.
Lamentablemente, su columna de hace unos días es un tema tan trillado como superado — la supuesta compatibilidad entre la religión y la ciencia:
Hay y ha habido importantes científicos que se declararon abiertamente religiosos, y eso no afectó negativamente a su desempeño en la ciencia. Esto es indicativo de que el ejercicio de la ciencia no es incompatible con la fe. Pero voy más allá: la ciencia no es incompatible con la fe. De hecho, la ciencia comparte ethos con algunas religiones, entre ellas la católica.
La palabra ética proviene del griego ethos y significaba, primitivamente, estancia, lugar donde se habita. Posteriormente Aristóteles afinó este sentido y, a partir de él, la definió como el modo de habitar el mundo. Así que actualmente podríamos definir el ethos como la forma común de vida o de comportamiento que adopta un grupo de individuos que pertenecen a una misma sociedad y que comparten concepciones morales.
Con esta definición está claro que la ciencia y algunas religiones comparten ethos, puesto que comparten concepciones morales, es decir, comparten la misma definición del bien y obran por la consecución de ese bien: bienestar social, igualdad de oportunidades, principio de solidaridad, etc. Y no solo esa idea de bien tangible, sino que comparten una idea más elevada del bien; ese bien que es indistinguible de la búsqueda de lo bello y lo verdadero.
Platón fue uno de los primeros filósofos que definió en una tríada los principios rectores de la humanidad –belleza, verdad y bondad–. Para Platón lo uno no existe sin lo otro, o lo uno es indistinguible de lo otro. Así, lo bello es por definición bueno y verdadero, del mismo modo que el bien es bello y verdadero, o que la verdad es buena y bella. Estos tres conceptos fueron separados por Kant, entre otros, asumiendo que se puede dar lo uno sin lo otro. De hecho, la filosofía cuenta con tres compartimentos dedicados a cada uno de los elementos de la tríada: la ética estudia la moral, la estética estudia la belleza y la epistemología estudia la verdad. Sin embargo, aunque los tres conceptos se puedan separar, es imposible deshacerse del regusto moral que hay en lo bello y en lo verdadero. Esto es especialmente notorio en la ciencia, donde la belleza es un criterio de verdad, y donde el compromiso sin fisuras con la verdad es la definición fundamental de ética de la ciencia.
La extendida creencia de que la ciencia y la fe son incompatibles nace del desconocimiento de lo uno sobre lo otro. Si vamos a los dos extremos –presentándolos como caricaturas– a un lado tenemos al «sabelotodo de la ciencia», y al otro al «sabelotodo de la religión».
El «sabelotodo científico» cree haber encontrado en la ciencia una descripción materialista del mundo que le resulta suficientemente satisfactoria. Entiende las abstracciones de la religión como si fuesen literales, como si los textos religiosos fuesen escritos con precisión científica. Es como mofarse de la inverosimilitud de la historia de Jesús, en lugar de interpretar que representa la mediación entre lo humano y lo divino, la materia y el espíritu, y que simboliza la moralidad cristiana, tal y como lo definieron Hegel o Nietzsche.
El «sabelotodo religioso» llega a conclusiones concretas haciendo interpretaciones literales de las metáforas de los libros religiosos y les suman palabras científicamente analfabetas. Es como un exégeta –persona que interpreta o expone un texto, especialmente la Biblia– que creyese haber encontrado en los textos sagrados un tratado de biología.
Por tanto, el sabelotodo, tanto de la ciencia como de la religión, está enfermo de literalidad. Como un adulto que cree que los cuentos que le contaban de niño no son ficciones, o parábolas, sino hechos que le relataban como ciertos.
La hermenéutica –disciplina filosófica que estudia la interpretación de los textos– se remonta a la exégesis bíblica y a la explicación de mitos y oráculos de la antigua Grecia. Es como si el sabelotodo se hubiese perdido desde el principio, en el origen mismo de la hermenéutica. Los dos extremos son aberraciones, son posturas engañosas (demoníacas), y revelan un desconocimiento, primero filosófico, y segundo religioso y científico
Lo siento mucho, pero García se equivoca horriblemente.
La sencilla razón por la que la ciencia y las religiones (todas ellas) son incompatibles es porque la manera en la que llegan a sus afirmaciones sobre el mundo es diametralmente diferente. Mientras las religiones ofrecen afirmaciones basadas en la revelación, la fe o la autoridad; la ciencia ofrece afirmaciones sobre el mundo basadas en la mejor evidencia disponible, y susceptibles a modificación según nueva y mejor evidencia. Eso es todo, caso cerrado: el día en que una revelación ‘divina’ o el decreto de una autoridad religiosa afine, mejore, o de plano supere el poder explicativo que actualmente nos ofrecen la teoría de la evolución por selección natural, la ley de la Gravedad, las leyes de la termodinámica, o el teorema de Maxwell, ese día podremos empezar una conversación sobre la compatibilidad entre esa religión particular y la ciencia. Hasta entonces, me temo, que tendremos que seguir soportando malos argumentos de personas que se niegan a aceptar los hechos mencionados en este párrafo.
Uno no sabe si reír o llorar cuando García afirma que “la ciencia y algunas religiones comparten ethos, puesto que comparten concepciones morales, es decir, comparten la misma definición del bien y obran por la consecución de ese bien: bienestar social, igualdad de oportunidades, principio de solidaridad, etc”. Y así, tan pancha, sin citar ni una sola fuente, ni religiosa ni científica ni de ningún otro tipo.
El ethos, según Merriam-Webster, es “el carácter distintivo, el sentimiento, la naturaleza moral o las creencias rectoras de una persona, grupo o institución“. La ciencia es una actividad, y su carácter distintivo es el de conocer el mundo que nos rodea — carece de cualquier naturaleza moral, en tanto el conocimiento puede ser usado para bien o para mal. La religión, a su vez, es un sistema de creencias, y su naturaleza moral es la de distinguir a los propios de los diferentes mediante la adhesión a normas arbitrarias y la exigencia de obediencia y conformidad.
Así que decir que la religión y la ciencia comparten ethos tiene tanto sentido como decir que lo hacen la política y la poesía, o la música y el espionaje. Es que simplemente es falso. Lo del ethos parece una manera de esquivar el incómodo hecho de que la religión hace afirmaciones sobre el mundo que pueden ser desbaratados con el más elemental conocimiento científico o al estar familiarizado con la anatomía de las falacias. Lo único que rescato de la columna de García Bello es que no cayó lo suficientemente bajo como para resucitar el disparate de los magisterios no superpuestos (NOMAs) de Gould.
La única religión que García menciona individualmente como compatible con la ciencia es la católica, así que la que usaremos para los ejemplos de hoy. Por ejemplo, me encantaría saber cuál piensa García Bello que era el bienestar social que persiguió la Iglesia Católica cuando promovió el genocidio en Ruanda. ¿O era eso parte de su agenda de igualdad de oportunidades? ¿Y qué hay de la férrea oposición de la Iglesia Católica al uso de anticonceptivos y en particular de condones en África, en donde las tasas de transmisión de sida son aberrantemente altas?
Y ya puestos: ¿cómo, exactamente, es que la religión católica persigue la igualdad de oportunidades y el bienestar social cuando las mujeres no pueden ordenarse, y a sus sacerdotes se les exige un celibato que ha sido un factor determinante en los casos de pederastia que la Iglesia sigue tratando activamente de ocultar?
García es química, así que seguramente no tendrá ningún problema en explicar con lujo de detalles la compatibilidad entre la ciencia y la doctrina de la transubstanciación, a saber la enseñanza por parte de la Iglesia Católica de que las hostias consagradas se convierten literalmente en el cuerpo del personaje principal de su mito, Jesucristo. A ver, que la máxima autoridad católica ha dicho en términos inequívocos y sin lugar a ambages que la transubstanciación es un proceso químico que ocurre literalmente, y transforma la harina de trigo en carne humana; ni metáforas, ni simbólico, ni pollas en vinagre. A no ser que para García Bello la Iglesia Católica esté revelando desconocimiento filósofico sobre la veracidad de su propia doctrina, o que están haciendo una caricatura de sus propias posturas… en cuyo caso, creo que la apostasía está a la orden del día.
Posiblemente lo más ofensivo de la columna de García sea la ligereza con la que se mofa de quienes tienen el atrevimiento de tomarse la religión de manera literal. Resulta por lo menos inconsistente dar por sentado la no literalidad religiosa y, al mismo tiempo, sostener que la superstición organizada busca el bienestar social cuando hasta no hace mucho, expresar una opinión por fuera del canon literal era sinónimo con sacar una cita en la hoguera.
Como si la religión ‘moderada’ no fuera ya fantásticamente problemática, García Bello redobla la apuesta al pretender que los trágicos destinos de héroes intelectuales de la humanidad como Giordano Bruno y Galileo Galilei no se debieron a sus respectivas herejías. Joder, es que la religión es tan antitética a la democracia y los valores ilustrados que tiene su propio término para etiquetar y tratar de silenciar a opositores y disidentes — en ningún otro contexto sino en el religioso existe la palabra “blasfemia”. ¿Cómo es que un ecosistema moral tan ruin que produce este concepto podría compartir ethos ya no sólo con la ciencia sino con cualquier actividad valiosa en el siglo 21?
No espero que García Bello ofrezca respuestas a ninguna de estas preguntas. Afortunada ella, que vive en una época y sociedad en las que puede darse el lujo de interpretar la historia del zombie judío —y todas las demás— de una forma en la que no sea ni lo suficientemente intelectualmente vulgar pero que tampoco le genere demasiada disonancia cognitiva.